Había una vez una sociedad sana
controlada con mano de hierro por un padre autoritario, inflexible y cruel. Él
decidía lo que la
gente podía hacer y lo que debía pensar, sin consultarles nunca, y castigando sin piedad cualquier
asomo de rebeldía. Nunca le preocuparonlous sentimientos del pueblo.
A la muerte del dictador, se hizo cargo de
la desamparada nación la madre, que había soportado cuarenta años de obligado silencio. Esta abnegada mujer
-a la que todos llamaban Democracia-, se propuso compensar a sus hijos de la
opresión padecida
durante cuatro décadas. Convencida de que el difunto padre había encarnado
todo lo peor, se afanó en hacer todo lo contrarto que aquél.
Les dio la mayor libertad y les consultaba
con regularidad. Antes de tomar ninguna decisión averiguaba cuáles eran sus
deseos y se plegaba a ellos.. Resultó ser una madre sentimentaloide, sobrerprotectora y permisiva, cuyo único anhelo
era obtener el cariño de sus hijos, y
que la felicitaran cada cuatro años, y le regalaran millones de votos. Para
ello no dudó en engañarles, diciéndoles siempre lo que ellos querían oír, prometiéndoles lo imposible, y aceptando
todos sus caprichos.
No era una buena madre, no era una buena
democracia. Y aquella sociedad sana fue enfermando poco a poco. Creció creyendo que
era posible la libertad sin responsabilidad, los derechos sin obligaciones, la
prosperidad sin esfuerzo. Confundió la igualdad de oportunidades con la igualdad de capacidades, el
Estado del Bienestar con su bienestar a costa del Estado, la Historia con la histeria, las ideas con
los catecismos, y las personas con los territorios.
Un padre tiránico y una madre claudicante y
embustera dieron lugar a unos hijos permanentemente insatisfechos, exigentes y
egoístas. Se
miraban con recelo, se culpaban unos a otros, y pugnaban por apropiarse para su
beneficio de algún jirón, de algún escombro, de lo que quedaba de aquello que había sido una
nación sana.
Pasó la hora de los padres tiránicos y de
las madres claudicantes. Peor aún sería ponernos en manos de profetas, brujos o
curanderos que dicen tener formulas mágicas que todo lo curan. Una nación enferma
necesita la asistencia de una nueva clase de políticos. Políticos que actúen con
mentalidad galénica. Capaces de trabajar junto a otros para establecer un diagnóstico certero,
pensando en el enfermo y no en su carrera. Dispuestos a mirar de frente al paciente
y comunicarle el diagnóstico sin ocultarle su gravedad. Hábiles para determinar el trtamiento
preciso. Empáticos para explicárselo al enfermo. Firmes para obligarle a seguirlo. Sensibles para
comprender los dolores de la enfermedad.