Una de las formas de
disolver la capacidad crítica individual –y por ende la libertad- consiste en
sumergir a las personas en una categoría cerrada. “El pueblo de Dios”, “la raza
blanca”, “el proletariado”, y “el pueblo alemán” son algunos ejemplos
históricos de esta manipulación. En todos los casos se observan tres pasos en
la construcción del mito: primero se inventa la categoría, después se
establecen las características comunes a todos sus miembros -siempre nobles y
superiores-, y por último se designa un enemigo común. En los movimientos
religiosos el enemigo son los infieles. En el pensamiento racista son los
negros. Para la doctrina leninista, los capitalistas. Para la ideología nazi,
los judíos.
Ayer asistimos en España al
climax de una de estas categorizaciones faleaes: el día de “la mujer”. Nótese
que no hablan de las mujeres, sino de “la mujer”. Es el segundo paso, el destinado
a hacer creer que todas las mujeres piensan igual, sienten lo mismo, tienen las
mismas necesidades, y tienen –no falta el tercer paso- un enemigo común: los
hombres. Tomen nota del matiz: “la mujer”, en singular, enfrentada a “los
hombres”, en plural.
Todas la especies presentan
diferencias según su sexo. Además de los órganos genitales, existen diferencias
en cuanto a tamaño, o apariencia externa. También existen diferencias de comportamiento
relacionadas con la reproducción y con el cuidado y la protección de las crías.
Por lo demás, un conejo es idéntIco a una coneja, un burro a una burra, un pato
a una pata, y un pollo a una polla.
La fiesta feminista de ayer
se fundamenta entre otras cosas en una deliberada tergiversación estadística.
Se afirma que “las mujeres cobran por su trabajo un 25% menos que los hombres”,
y sobre esa base se construye una interminable cadena de agravios. El truco es
simple, pero eficaz. Se toma el total de sueldos percibidos por todos los
hombres y todas las mujeres, se divide entre el número de hombres y mujeres, y
el resultado es una cantidad inferior. Pero no se tiene en cuenta el número de
horas trabajadas, el tipo de trabajo, ni ningún otro factor de los que influyen
en el salario.
España se escandaliza porque
todos los medios de comunicación repiten como loritos que “una mujer tiene que
trabajar dos meses más que un hombre para cobrar el mismo sueldo”. Y esto a
pesar de que casi nadie conoce un caso concreto en que una mujer cobre menos
que un hombre en la misma empresa y en el mismo puesto de trabajo, y con la
misma cualificación, antigüedad, horario, disponibilidad, experiencia y
responsabilidad.
Pero no hay que preocuparse.
El año que viene volveremos a escuchar lo mismo. Aunque las mujeres –en plural-
que trabajan dieciséis horas diarias en casa y en la oficina, y las que padecen
la convivencia con un energúmeno que se cree su amo sólo obtengan el consuelo
de unos semáforos transexuales y el discurso soporífero de “todos y todas”, “vascos
y vascas”, “diputados y diputadas” y “pollos y pollas”.