............

............

viernes, 26 de octubre de 2012

El "malvado" Amancio Ortega


Se ha hecho público que Amancio Ortega, el dueño de Inditex, ha donado 20 millones de euros a Cáritas, “para las necesidades en materia de alimentación, ayuda farmacéutica, servicios de vivienda y material escolar”.

La noticia no va más allá del hecho de confirmar tres realidades ya conocidas: que Amancio Ortega es uno de los hombres más ricos del mundo; que en España hay cientos de miles de personas que lo están pasando muy mal; y que el tan cacareado Estado del Bienestar es totalmente incapaz de cubrir sus necesidades, con lo que resulta decisiva la labor de organizaciones como Cáritas, Cruz Roja, y muchas otras.

Lo que llama la atención es la reacción de gran parte de la “progresía” (me resisto a emplear la palabra “izquierda” en referencia a esta clase de individuos), que se han lanzado a la yugular del empresario. Que si es para desgravarse impuestos; que si es para hacerse publicidad; que si crea trabajo fuera de España…

Es el panorama cervantino: la generosidad de Don Quijote y la mezquindad de Sancho Panza. El odio que nace de la envidia hacia el que destaca. La adoración de la mediocridad. El sesgo ideológico y la tendencia al totalitarismo. Estos progres hubieran preferido que fuera el Estado el que confiscara los bienes de Ortega para con ese dinero crear un organismo público con muchos funcionarios para repartir el resto entre asociaciones afines. Tampoco habrían protestado si el empresario gallego hubiera entregado los 20 millones a los refugiados palestinos, o a movimientos feministas latinoamericanos.

Están tan convencidos de la maldad de la derecha, tan imbuidos de que ellos son los únicos buenos de la película, que les sale un sarpullido cada vez que se produce algún hecho que contradice esa creencia irracional, por otra parte más propia de los integristas musulmanes que de unos demócratas occidentales modernos. Pero es evidente que una cosa es proclamarse demócrata y moderno, y otra muy distinta es serlo.

martes, 23 de octubre de 2012

Fútbol y política


Ya he comentado las semejanzas que en España tienen el fútbol y la política, especialmente en cuanto a la forma en que los ciudadanos se comportan respecto a los partidos políticos: en términos de una irracionalidad que sólo deja espacio para la fidelidad incondicional o el rechazo absoluto.

Ahora, tras los sucesivos malos resultados electorales del PSOE, vemos otro aspecto de la misma tendencia: como el equipo no mete goles, la afición busca la solución en el cambio del entrenador. Rubalcaba cotiza a la baja, y en el PSOE empiezan a buscar en los cajones alguien que les haga ganar la liga, y que pueda así repartir cargos y prebendas con el dinero de los impuestos.

Es una perversión –otra más- de la práctica política en España. Los dos grandes partidos no son ya los impulsores de un modelo social basado en unas ideas determinadas, sino unas máquinas diseñadas para captar votos a cualquier precio para transformarlos en poder. El objetivo no es mejorar la sociedad o solucionar problemas de los ciudadanos. El objetivo es conseguir el poder, y si para ello hace falta cambiar las ideas, se cambian sin el menor reparo.

Y para ganar la liga buscan al mejor entrenador. No tiene que ser el más inteligente, ni el más experimentado, ni el más honrado, ni el que tenga una visión más amplia del futuro. Les basta con que haga que el equipo gane, aunque juegue mal, aunque den patadas, aunque sea comprando a los árbitros.

Es lamentable. Es propio de un país con una baja calidad democrática. Pero es lo natural en una sociedad en la que los aficionados no votan al equipo que mejor juega, sino al que mejor despierta sus emociones, al que le hace vibrar. La gente quiere que su equipo gane la liga, No les importa pagar precios astronómicos por las entradas con tal de que gane. Hay equipos pequeños, que juegan limpiamente, pero tienen poco público porque no despiertan pasiones.

En España a casi todo el mundo le interesa el fútbol, pero sólo unos miles dan patadas a un balón, mientras muchos millones lo siguen desde las gradas o las televisiones. En política muchos millones pagan con su voto cada cuatro años, pero muy pocos se deciden a participar directamente. Así nos va.

martes, 16 de octubre de 2012

La libertad o el rebaño


Los seres humanos aspiran a la libertad. Nadie quiere ser un esclavo, nadie quiere estar en prisión. Sin embargo, la libertad sin restricciones conduce a la ley de la jungla, por lo que todos los grupos humanos han establecido reglas que limitan la libertad individual en beneficio de la supervivencia del grupo: se acepta una merma en la libertad a cambio de una mayor seguridad.

Los estados democráticos de derecho son un buen ejemplo de ese equilibrio entre libertad y seguridad. Las leyes establecen con claridad qué parcelas de libertad individual quedan recortadas, y qué derechos –seguridades- obtienen a cambio los ciudadanos. La ley es creada por los representantes de éstos, y no viene impuesta por revelaciones divinas ni por el capricho de ningún tirano. Todos se someten a ella porque saben que es “su ley”, y pueden cambiarla o derogarla por decisión de la mayoría.

Pero la libertad no la regalan. Existe en los seres humanos una tendencia que les mueve a adquirir poder, y a incrementarlo de manera indefinida. Existen miles de ejemplos de dictadores que han sido derrocados por gentes que hablaban de libertad, para convertirse de inmediato en nuevos dictadores. En el Estado de Derecho el precio que hay que pagar por la libertad es el de dedicar parte del tiempo a estar informado de las cuestiones públicas; analizar críticamente los discursos; recordar los incumplimientos; exigir la aplicación de las leyes; no entregar nunca el voto por razones emocionales o por tradición; vigilar de cerca a los que ostentan el poder.

Supone tiempo y esfuerzo, y no siempre es fácil. Pero la alternativa es dejar que otros se apropien de la libertad individual; que decidan por nosotros lo que nos conviene o no; que nos pastoreen, en vez de representarnos y administrar nuestro dinero. La alternativa a la libertad es el rebaño. El drama de millones de españoles es que quieren las ventajas de la libertad sin sus inconvenientes. Y no es posible. El paso del Estado de Derecho al Estado de Bienestar puede convertirse en una trampa, en la que los ciudadanos sacrifican su libertad a cambio de un pesebre y un corral al abrigo de la intemperie.

sábado, 13 de octubre de 2012

¿Cuántos idiotas caben en una democracia?


Hoy en día “idiota” es una palabra que señala a una persona que padece una deficiencia profunda de sus facultades mentales; además de utilizarse frecuentemente como insulto. Pero el origen de la palabra “idiota” se sitúa en la Grecia clásica, y era el término con que los griegos señalaban a aquellos ciudadanos que, teniendo derecho a participar en los asuntos públicos, se desentendían de ellos y renunciaban a ese privilegio.

A diferencia de las dictaduras, las teocracias, o las monarquías absolutas, la democracia es un sistema de gobierno basado en la participación del pueblo. Éste es quien toma las decisiones, mediante mecanismos de representatividad que permiten la elaboración de leyes que respondan al deseo de la mayoría.

Pero ¿qué ocurre cuando el número de idiotas es muy elevado? ¿puede existir un sistema democrático sin una suficiente participación del pueblo? ¿cuántos idiotas caben en una democracia?

Es difícil dar respuesta a esta pregunta, ya que la “idiotez” –en sentido clásico- no es una variable discreta, sino gradual. En cualquier encuesta de opinión aparece siempre un porcentaje, que puede llegar hasta el 12%, de personas que no saben o no contestan. A esos “idiotas” declarados, habría que añadir otro porcentaje –sin duda mayor- de aquellos que sí contestan, pero que no tienen ni idea de lo que se les pregunta, y otros a los que les suena la pregunta, pero sólo disponen de una información escasa y sesgada.

Lo grave en las democracias modernas es que la mayor parte de esos “idiotas” votan. No están bien informados; desconocen los fundamentos de un Estado de Derecho; se desentienden de la realidad económica y política; pero cada cuatro años se acercan a su colegio electoral, y depositan su voto. Después siguen sin interesarse por la política, y se limitan a quejarse, maldecir a los gobernantes, y echarle a otros la culpa de sus desgracias.

Es comprensible que siempre haya hasta un 20% de personas de este perfil en una democracia. Pero ¿y si son un 40%? ¿y si rebasan el 70%? ¿Podría funcionar un sistema democrático? ¿Sería más bien una aristocracia de partidos, maquillada por unas urnas inservibles? ¿Estamos en España en esa situación?

miércoles, 3 de octubre de 2012

Soberanía parcelada


La Constitución señala que la soberanía reside en el pueblo español. Esta sencilla afirmación significa que todos y cada uno de los ciudadanos que ostentan la nacionalidad española es titular la soberanía de todos y cada uno de los rincones del territorio español. Se trata de una propiedad conjunta, indivisible, e irrenunciable. Un residente en Medina del Campo es copartícipe de la soberanía sobre la Plaza Mayor de Olot, y un vecino de Botorrita es también soberano en Betanzos.

Sin embargo, la escasa cultura política de los españoles ha permitido que unos dirigentes políticos hayan impuesto otra visión muy diferente, y que la estructura del Estado autonómico haya permitido que un gran número de españoles estén convencidos de que las cosas son de otra manera. La devaluación del concepto de nación española, y su sustitución por los sentimientos regionales catalanes, andaluces o aragoneses nos ha conducido a una situación en la que de confusión, en la que se mezcla lo jurídico con lo emocional, y lo político con lo folclórico.

La Conferencia de Presidentes Autonómicos del 3 de octubre ha sido un buen ejemplo de esa distorsión. Lo que tendría que haber sido una reunión de trabajo de los gestores de la administración territorial del Estado, ha resultado más bien una cumbre de los máximos representantes de cada “pueblo”. Esos dirigentes –y gran parte de sus ciudadanos- están convencidos de la existencia del “pueblo extremeño”, el “pueblo gallego” o el “pueblo riojano”. Y una vez asentada esa noción de “pueblos” distintos, parece razonable considerar que cada uno es soberano en lo que afecta a su propio territorio.

Se trata de una dinámica descabellada, que se aleja del mandato constitucional, que entorpece el buen gobierno de la nación, que dificulta la adopción de medidas coherentes para superar la crisis, y que crea ciudadanos descontentos en todos los rincones de España. Si no recuperamos entre todos el sentido pronto, la desaparición del concepto de “pueblo español” nos puede llevar a no ocuparnos más que de nuestro pueblo, de nuestra ciudad, de nuestro barrio, o de nuestra propia casa.