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sábado, 25 de junio de 2016

Igual no es gratis

Una de las causas de la marea de populismo que se extiende por Europa consiste en el uso deliberadamente torcido del concepto “igualdad”. Sin embargo, aunque lo llaman igualdad, en realidad lo que se predica es un igualitarismo artificialmente impuesto.

Como dice Enrique Santos Discópolo en su tango Cambalache: “Todo es igual. Nada es mejor. Lo mismo un burro que un gran profesor”,  y las consecuencias de semejante disparate se pueden apreciar en los resultados de referenda como los de Grecia, el del independentismo catalán, o el más reciente de Gran Bretaña.

En un mundo globalizado todas las decisiones políticas y económicas presentan una altísima complejidad, que desafía la inteligencia y los conocimientos de los más grandes expertos. Sin embargo, políticos de talla menguada como Txipras en Gracias, Artur Mas en Cataluña, Cameron en Gran Bretaña o Iglesias en España se obstinan en cargar sobre las espaldas de ciudadanos corrientes unas decisiones que sobrepasan con mucho su capacidad de contemplar todas las consecuencias.

La otra pata en la que se sustenta el populismo consiste en el enaltecimiento del “gratis”. Y no sólo en cuanto a su dimensión económica: sanidad gratis, educación gratis, vivienda gratis, transporte gratis y fiestas gratis. A este respecto, es evidente que cuando algo es gratis para uno es porque hay otro que lo paga. La trampa del populismo es hacer creer a los ciudadanos que los que van a pagar son otros.

Hay otra dimensión del “gratis”, probablemente aún más dañina para la sociedad. La de que las decisiones no tienen consecuencias, o la de que hay decisiones que únicamente tienen consecuencias positivas. No es necesario explicar que eso nunca es así.


El populismo consiste en decirle a la gente lo que quieren oír, ofreciendo soluciones simples para problemas complejos. Un espejismo atractivo en el que todos seremos iguales y todo nos saldrá gratis. Una oferta interesante para los que creen en los Reyes Magos. Pero igual no es gratis. Antes o después, los errores se pagan siempre.

lunes, 13 de junio de 2016

El naufragio del Spanish Star

El Spanish Star era un velero de cuatro palos que hacía la travesía del Pacífico, desde San Francisco a Yokohama llevando un cargamento de pieles. Lo comandaba un bisoño capitán con más talante que talento, llamado Shoemaker.

A los seis días de navegación se vislumbraron a proa unos amenazadores nubarrones. Algunos marineros con experiencia previnieron al capitán de que podía tratarse de una de las mortíferas tempestades que solían aparecer en aquella zona. Pero Shoemaker dijo a todos que sólo era una pequeña tormenta, y que el Spanish Star era el mejor buque del momento. Para acallar los recelos ordenó que se repartiera ron a la tripulación sin límite alguno. Tras varias horas de barril libre todos estaban dispuestos a jurar que lo que parecía una tempestad no era sino una columna de humo.

Pero la tempestad era tan real como devastadora. Pronto el navío se vio sacudido por vientos huracanados y zarandeado por olas gigantescas. Durante la noche se rompió el palo mayor y se abrió una vía de agua a estribor. El desastre parecía inminente.

La tripulación, presa del pánico, se amotinó. Arrojaron a Shoemaker por la borda y nombraron capitán a Racroy, un experimentado navegante. Este mandó arriar las velas y taponar la vía de agua. Mandó evaluar los daños y constató que el agua entrada en la bodega había arruinado un tercio de las pieles y había inutilizado la mitad de los víveres y el agua. Estableció un severo racionamiento, y al amainar la tempestad recuperó el rumbo.

Al cabo de otros seis días la tripulación daba muestras de gran malestar. Ingerían escasos alimentos, bebían poco agua, y ya no quedaba ron para animar el espíritu. Por otra parte, se rumoreaba que algunos de los oficiales de Racroy habían robado las mejores pieles para venderlas por su cuenta en Japón.

En esta situación, un marinero recién enrolado, que antes había sido ilusionista en pequeños teatros de pueblo, comenzó a alentar el descontento, incitando a un nuevo motín. Paur Church –que así se llamaba- les aseguró que si le hacían capitán a él, eliminaría el racionamiento de agua y comida, y además repartiría entre ellos las pocas pieles que habían quedado. Algunos indicaron, escarmentados por lo sucedido con el inexperto Shoemaker, que era era mejor dejar que Racroy siguiera al mando, La discusión prosiguió durante toda la noche, hasta que el cocinero propuso: “votemos, y juremos todos aceptar el resultado”. La idea fue aplaudida por todos.

Pero entonces un tal Peter Shantses –conocido porque su ambición era tan grande como escasas sus ideas- se postuló también para ser elegido capitán, alegando que un antepasado suyo había sido capitán de barco. Cuando ya estaban a punto de votar alzó la voz otro marinero, Albert Bank, para ofrecerse también: “Yo mejor que nadie sabré llevar el uniforme de capitán”, alegó.

Votaron todos, y resultó ganador Paul Church por ligerísima ventaja sobre el capitán Racroy. Éste fue destituido y encadenado en la sentina, junto a sus oficiales, y la tripulación se dispuso a celebrarlo, pero no encontraron ni una gota de ron en todo el barco. Church les animó: “No os preocupéis, cuando lleguemos a puerto podréis vender las pieles y beber cuanto queráis”. Alguien objeto: “Pero, señor, las pieles no son nuestras, nos llevarán a prisión”. A lo que Church zanjó: “Las pieles eran de los animales, y estos son pobres. Así que ahora son para la gente y no para los ricos”. Como no parecían muy convencidos, añadió: “Ahora el barco es vuestro, nadie os puede dar órdenes. Que cada uno haga el trabajo que le apetezca, si le apetece”.


Continuó la navegación. Al haberse eliminado el racionamiento de víveres, al tercer día ya no quedó nada que comer, ni agua que beber. Los marineros, muy debilitados, fueron enfermando, y los pocos que aguantaban sanos estaban tan débiles que no podían manejar el barco. Veinte días después de su partida de San Francisco avistaron tierra. No eran las costas niponas, sino las de la península de Kamchatka, cientos de millas al norte. Pero ellos no lo llegaron a saber nunca, porque el Spanish Star, careciendo de un piloto competente, fue a encallar en los arrecifes, donde perecieron todos. Desde entonces, entre los marinos, se conoce como “Spanish Star” a cualquier aventura descabellada que arranca con una hermosa ilusión y termina con un inevitable desastre.