La
actividad política tiene mucho de teatro. Los actores representan su papel en
un escenario, buscando el aplauso del público. Lo que dicen no se corresponde
necesariamente con lo que piensan, sino que se ajusta a lo que dice el guión.
Lo importante para ellos es tener un papel y rivalizan entre sí para desempeñar
los principales. Esto no es nada nuevo ni exclusivo de España.
Pero
entre nosotros la política no tiene nada que ver con Sófocles, con Calderón de
la Barca, con Shakespeare o con Molière. Lo que aquí se estila está más
relacionado con el esperpento, con el circo, o con el guiñol.
Estos
días han estado jurando sus cargos miles de actores. Diputados, senadores,
concejales y diputados europeos han cumplido el rito de prometer o jurar la
Constitución. Cada uno a su aire. Se ha jurado o prometido “por imperativo
legal”, “por la lucha feminista”, “por el ecologismo”, “por la liberación de
los presos políticos”. No sé si algún diputado gitano habrá jurado por sus muertos o si un concejal musulmán lo habrá hecho por las barbas del profeta, pero no me sorprendería.
Y
lo peor del asunto es que dicha ceremonia es absolutamente innecesaria por inútil,
además de ridícula. No existe el delito de perjurio para los que contravienen
la Constitución después de haber jurado acatarla y defenderla. En Cataluña –pero
no sólo allí. Tenemos innumerables ejemplos de políticos que han hecho todo lo
que han podido para hacer saltar la Constitución que habían jurado. Nadie,
absolutamente nadie, ha protestado por ello. Parece ser que todo el mundo asume
como normal incumplir una promesa solemne. A mí me parece escandaloso. Se lo
juro por Snoopy, oiga.
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