Tradicionalmente, cuando los niños volvían del colegio a casa
por la tarde, hambrientos, lo primero que preguntaban era “¿qué hay de merienda?”.
Entonces la madre les decía lo que había, lo preparaba, y ellos lo devoraban
felizmente.
Pero desde hace unas décadas las cosas fueron cambiando. Los
niños seguían volviendo a casa hambrientos, pero las madres empezaron a ser
ellas las que preguntaban: “¿qué quieres merendar?”. Los niños hacían su petición,
y si no había lo que ellos querían, se comían otra cosa, refunfuñando. Eso
cuando no montaban un Cristo hasta que la madre bajaba al súper a comprar lo
que el niño quería.
Ahora esa generación de niños se han hecho ya adultos, y muchos de ellos pretenden mantener ese hábito en sus comportamientos laborales, sociales y
políticos. Cuando hace seis años el desempleo se disparó en España, cientos de
miles de parados se quejaban de que no hubiera el puesto de trabajo que ellos
querían, desdeñando a menudo los que había.
La misma tendencia se aprecia en el comportamiento electoral
de muchos españoles. Cierran los ojos a lo que hay en el frigorífico, y buscan
desesperadamente la merienda política que les gustaría comerse. La reacción de la mayoría de los partidos políticos es la de
madres débiles y permisivas, cuya máxima prioridad es que el niño esté
contento a cualquier precio. Unos le ofrecen su merienda preferida, a sabiendas de que no la
tienen. Otros bajan al súper a ver si les fían para poder conseguirla.
El resultado es el mismo: los españoles se tienen que comer
una merianda que no les apetece, porque es la que hay. Y siguen refunfuñando
otros cuatro años, siempre insatisfechos, siempre esperando un milagro que no se producirá.
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