La mayoría de los partidos políticos en España enarbolan la
bandera de la lucha contra la desigualdad. Consideran la desigualdad un mal en
sí miosmo, y proponen todo tipo de medidas para construir una sociedad formada
por personas iguales. Creen que el modelo de sociedad perfecta sería aquella en
la que todos sus miembros alcanzaran el mismo nivel de estudios, percibieran
los mismos sueldos, gozaran de la misma salud, y fueran igualmente felices.
Esta candorosa obsesión contra la desigualdad me recuerda las
propuestas del socialismo utópico de mediados del siglo XIX, cuando personajes
bienintencionados como Owen, Saint-Simon o Fourier soñaban con encontrar un
sistema que garantizara la felicidad humana universal. Los intentos que se
hicieron para llevar a la práctica aquellas ingenuas teorías fracasaron en poco
tiempo, incapaces de oponerse a la realidad de la condición humana.
Años más tarde el marxismo tuvo mejor fortuna, y su fórmula
se impuso en grandes naciones como la URSS, y más tarde China y Cuba, entre
otros. De todos es conocido el desmoronamiento de la otrora todopoderosa URSS y
la posterior rendición al capitalismo de China, mientras Cuba permanece como
una reliquia fosilizada, a la espera de la desaparición de los Castro.
A pesar del largo experimento en esos países, ninguno de
ellos consiguió la pretendida igualdad. Lo que sí lograron es reducir la
amplitud de la desigualdad, a costa de la pérdida de libertad y de matar la
motivación de la gente para el esfuerzo.
Las personas somos diferentes, y por lo tanto desiguales. Los
hay más altos y más bajos, más inteligentes y más torpes, más atrevidos y más
temerosos, más extravertidos y más tímidos, más laboriosos y más perezosos, más
honrados y más tramposos, más egoístas y más generosos. Una buena educación
sólo puede modificar ligeramente esas características, y ninguna ley puede
hacerlas desaparecer.
En contra de lo que se lleva hoy en día en España y en
Europa, yo reclamo el derecho a la diferencia, y por lo tanto a la desigualdad.
Prefiero un paisaje de montañas y valles a la monotonía de la estepa. Quiero un
Estado que garanteice sólo un tipo de igualdad: la igualdad de derechos
civiles, políticos y sociales. Quiero también un Estado que asegure un
razonable nivel de bienestar a todos aquellos que no lo pueden conseguir por
sus propios medios por causas ajenas a su voluntad.
Sobre esa base, en todo lo demás quiero ser libre. Quiero
tomar mis decisiones y disfrutar o padecer el resultado de ellas. Quiero que
todo el mundo estude tanto como quiera o como pueda, que ganen tanto dinero
como sepan –siempre dentro de la ley-, y que se lo pueda gastar de la menera
que prefiera.
Yo ya fui niño y tuve un padre y una madre que velaban por mí
y me educaban diciéndome lo que debía hacer o no. No necesito un “papá-estado”
que me siga tratando como a un niño y me obligue a ser igual que todos los
niños. Reclamo el derecho a la desigualdad.
¿Alguien se
apunta?
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