Ayer, Pedro Sánchez y Albert
Rivera anunciaron que han llegado a un acuerdo de gobierno. Los medios de comunicación
no hablan de otra cosa. Los analistas políticos desmenuzan el contenido del
documento. La mayoría de los españoles respiran aliviados: tras dos meses con
un gobierno en vía muerta, por fin parece que el tren está dispuesto para
arrancar.
Pero tanta alharaca no
parece en absoluto justificada. El pacto promete simultáneamente una moderada
subida de impuestos y un importante aumento del gasto, manteniendo además el
déficit del Estado bajo control. Las medidas para el ámbito laboral van
justamente en contra de lo que nos están pidiendo desde la Unión Europea y de
lo que recomiendan la mayoría de los expertos. Y sin el menor temblor en la voz
ambos han prometido poner en marcha algunas reformas que son sencillamente
imposibles, puesto que requieren una reforma de la Constitución, y ésta no
puede producirse sin la aquiescencia del Partido Popular.
Rivera ha dicho en la rueda
de prensa que no habrá subida de impuestos, pero el documento dice que sí la
habrá. Sánchez ha remarcado que van a derogar la reforma laboral, pero el
documento no dice eso. Patrañas, engaños, el juego del despiste.
Por si fuera poco todo lo
anterior, la suma de los diputados de PSOE y Ciudadanos no es suficiente para
lograr una investidura, y ambos lo saben. En definitiva, el anuncio de ese pacto
milagroso no es sino un bluf, una entelequia, una tomadura de pelo. Un acto más
de teatro al exclusivo beneficio de los dos protagonistas. Un montaje escénico
para aparecer ante el electorado como estadistas, y obtener el aplauso de unos
españoles tan hartos de los viejos políticos como de los nuevos.
Los peluqueros eran –hasta ahora-
los únicos profesionales a los que acudíamos voluntariamente, y les pagábamos
para que nos tomen el pelo. Este es sin duda un buen ejemplo de pacto entre
peluqueros.