Todo el mundo quiere ser feliz, pero hay
elementos que son incompatibles con la felicidad. Unos son naturales –como el
hambre y el dolor-, otros de carácter psicológico –como el miedo-, y otros
esencialmente sociales –como la envidia, el rencor y el odio.
Éste último se está convirtiendo en el
principal obstáculo para la felicidad de los españoles. Hay odios para todos
los gustos. A la derecha y a la izquierda, a los católicos o los musulmanes, a
los hombres o a las mujeres, a los inmigrantes, a los homosexuales, al equipo
de fútbol rival, a los fumadores, a los políticos, a los taurinos. Los odiadores
más activos son capaces de mantener simultáneamente varios tipos de odios.
Incluso no falta quien se odia a sí mismo.
El odio tiene un fuerte componente inercial.
Una vez se apodera de la mente se atrinchera en ella y devora toda capacidad de
análisis racional, lo que impide revisar si sus fundamentos son reales o
imaginarios. Frecuentemente son el rencor y la envidia los factores que
subyacen y lo mantienen activo.
El nacionalismo del País Vasco –con la ayuda
de la brutalidad de ETA- fomentó el odio a España y a los españoles. En
Cataluña –mediante herramientas más inteligentes- se han construido la misma
clase de odio. Durante cuarenta años se ha venido inoculando en la mente de
muchos catalanes el odio. A través de los medios de comunicación de los
gobiernos nacionalistas, mediante los textos escolares y las enseñanzas de los
maestros, millones de personas en Cataluña han aceptado una larga lista de
agravios sufridos por Cataluña a manos de los odiosos españoles. Por supuesto,
esos catalanes no están locos, ni son tontos ni malvados. La inmensa mayoría
creen de buena fe que sus exigencias y sus aspiraciones son razonables y están
plenamente justificadas. Podrían ser felices, podrían disfrutar de más
prosperidad. Pero no se puede ser feliz cuando se odia. Y cuando prospera el
odio disminuye la prosperidad.
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