El miedo es una emoción que cualquier ser humano y cualquier
animal puede experimentar. Dejando aparte los miedos irracionales, se trata de
una emoción útil y funcional porque nos ayuda en la primera necesidad de
cualquier ser vivo: la supervivencia. Es una luz roja que pone en alerta
nuestros sentidos ante un peligro, y desencadena inmediatamente determinados mecanismos
biológicos que facilitarán nuestra respuesta.
Esa respuesta dependerá de la evaluación que hagamos del
peligro. Si creemos que podemos enfrentarnos a él, la respuesta será
defendernos y luchar. Por el contrario, si creemos que no podríamos que nos sería
imposible salir airosos de la lucha, la respuesta es la huída. Tanto en un caso
como en otro, el organismo habrá reaccionado para proporcionarnos los recursos
físicos necesarios para pelear o para correr.
Pero también puede producirse otra reacción ante la sensación
de miedo intenso: la parálisis. El cerebro no consigue decidir si luchar o
escapar, quedando así totalmente desvalido, incapaz de protegerse ni de ponerse
a salvo.
Cada cierto tiempo sucede alguien, en algún país occidental,
ejerciendo esa conquista social que es la libertad de expresión, publica algún
documento, viñeta, película, en el que se menciona, se representa, o se hace
humor sobre toda clase de reyes, gobernantes, jerarquías religiosas, personajes
históricos, profetas, santos o dioses. Invariablemente, cuando lo publicado
hace referencia a alguno de los iconos del Islam, se desencadena una ola de
furia salvaje que recorre los países islámicos y sacude con violencia los países
occidentales y sus representaciones en aquellos.
Cabrían dos respuestas a esos ataques. La huída, que supondría
reformar las leyes occidentales, reprimiendo la libertad de expresión para
prohibir la mención de cualquier elemento que pudiera ofender la sensibilidad
islámica. Y la defensa, que supondría expulsar de los países occidentales a los
islamistas radicales que en ellos residen, romper relaciones diplomáticas con
los países que amparen los desmanes contra intereses occidentales, y la
persecución y castigo de los agresores.
La huída nos llevaría, con el tiempo, a una sucesiva
renuncia a nuestros principios democráticos, y probablemente a que dentro de
unos años nuestras hijas llevaran burka para no molestar a los integristas. La
lucha nos situaría ante la escalofriante tesitura de enfrentarnos a países de
los que dependemos para el suministro de petróleo.
Difícil elección. Y quizá por eso la reacción de los
gobiernos de Europa y Norteamérica es más bien la tercera salida: la parálisis.
Una actitud indefinida, en la que no se quiere renunciar a la libertad de
expresión, pero tampoco enfrentarse abiertamente a la sinrazón de cientos de
millones de musulmanes. Es comprensible. Pero, paralizados seremos devorados.
Parafraseando a Winston Churchill: “Teníais que escoger entre evitar la lucha y
aceptar la indignidad, y habéis elegido evitar la lucha. Al final tendréis la
indignidad y la lucha”
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