Una de las funciones que debe desempeñar un estado moderno
es la de redistribuir la riqueza del país. Por infinidad de causas, la
diferencia entre el grado de riqueza que generan unas personas y otras es muy
elevado. Si el Estado no interviniera, se produciría un proceso de darwinismo
social –lo más parecido a la ley de la selva-, que daría lugar a que muchas
personas, sencillamente, no lograrían sobrevivir.
El Estado funciona como un inmenso vehículo a pedales: cada
ciudadano pedalea según sus fuerzas, y la suma de todos esos esfuerzos hace que
el vehículo avance. En consecuencia, la velocidad del vehículo dependerá de
tres factores: a) el número de personas que pedalean, en relación con el número
de las que no pedalean; b) el esfuerzo de los que pedalean; y c) la eficiencia
de la propia bicicleta.
Desde este enfoque, no puede extrañarnos que la bicicleta de
España sea incapaz de remontar la pendiente de la crisis internacional. No es
sólo que cada vez son menos los que pedalean y más los que no mueven las
piernas; sino que, además, el entusiasmo con que los primeros va menguando mes
a mes.
Pero quizá el principal problema esté en el propio diseño de
la bicicleta. Los ingenieros políticos dibujaron los planos en la Transición, y
los artesanos políticos han construido poco a poco un engendro muy vistoso,
pero muy poco eficiente. Tenemos un Estado-bicicleta de mármol, con muchas
luces, que absorben mucha energía; con
infinidad de banderolas que chocan contra el viento; con diecisiete manillares;
con engranajes mal ajustados; y con la cadena floja.