Un sistema político democrático tiene todos los componentes de lo que en términos económicos conocemos como “el mercado”. En el mercado político los consumidores son los ciudadanos; las empresas que venden productos y servicios son los partidos políticos; los productos y servicios son la legislación, las infraestructuras, y los servicios y ayudas que presta el Estado; la moneda empleada es el voto;
Como en todo mercado, los consumidores-votantes intentan obtener el mejor producto a cambio de su moneda-voto. Y como en cualquier mercado, los empresarios-partidos intentan vender su producto consiguiendo el mayor número de votos.
En el mercado económico la correspondencia entre la calidad de los productos y la cantidad de votos se establece mediante el precio. En cambio, en el mercado político todos los ciudadanos disponen del mismo capital –un voto-, y todos los productos se ofrecen al mismo precio: un voto. En buena lógica a igualdad de precio los consumidores elegirían siempre el mejor producto, lo que daría lugar a un esfuerzo por parte de los empresarios-partidos para esmerarse al fabricarlo.
Pero como en un mercado económico, los empresarios-partidos disponen de dos poderoso aliados que les permiten colocar productos de muy mala calidad: la publicidad y el marketing. Las sofisticadas técnicas de publicidad –en este caso propaganda- permiten manipular la racionalidad de los consumidores-votantes, creando impulsos de compra basados en emociones nada racionales. El marketing les ayuda a diseñar productos vistosos, presentados en envases de diseño atractivo, aunque el contenido no responda en absoluto a las expectativas del consumidor-votante.
Y como en un mercado económico, en tiempos de crisis siempre se puede recurrir a las rebajas. Y ya puestos a rebajar, nada más rebajado que el “gratis total”. Los empresarios-partidos se desgañitan en la plaza –parlamento, medios de comunicación- ofreciendo auténticos tesoros a precio de ganga. La paz mundial, la salvación del ecosistema, la salud eterna, la bondad infinita o la alegría sin límites pueden ser adquiridos –o eso dicen- por la módica cifra de un voto. ¡Acérquese, oiga. Mire que subvención más fresca tengo hoy! ¡Llévese esta ley y olvídese de sus preocupaciones para siempre! ¡Compre este impuesto, y ya lo pagarán sus nietos!
Un vergonzante mercado en el que todos engañan a todos.
Si no cambiamos pronto este mercado, esta democracia de saldo puede llegar a convertirse en una democracia en liquidación.
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