Ya pasaron la Nochebuena y la Navidad. Esas fechas míticas
en las que lo religioso se combina con lo comercial con tanta dificultad como
el agua con el aceite. Se logró el milagro de surtir de viandas la mesa, con
más imaginación que presupuesto. Transcurrieron los festines, en muchos casos
al borde de esa catástrofe que supone juntar a familiares que no se terminan de
tragar, y además regarlos con vinos, cavas y licores.
Se consumó la segunda gran decepción. Esa en la que se
constata que no basta que el calendario señale “25 de diciembre” para que todo
el mundo olvide sus rencores y miserias, y todos nos convirtamos en seres
beatíficos, pacíficos, generosos y magnánimos.
La primera gran decepción tuvo lugar tres días antes. Ante
el desconcierto de millones de jugadores esperanzados la ley de probabilidades
volvió a imponer su criterio, y aunque muchos fueron los llamados, muy pocos
fueron elegidos por la suerte.
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