Los gobiernos y ayuntamientos ponen en marcha campañas publicitarias diversas. Es un recurso lógico para hacer llegar a la población determinadas instrucciones sobre asuntos importantes que les afectan. Así ocurre con los anuncios que publican en prensa los ayuntamientos informando de cortes de agua, desvió de líneas de autobuses, o cierre de calles al tráfico. Lo mismo puede decirse de las campañas del Gobierno de España incitando a usar el cinturón de seguridad, a respetar los límites de velocidad, o no ingerir alcohol si se va a conducir.
Pero uno se encuentra con muchos otros anuncios que carecen de esa utilidad ciudadana. Anuncios que informan de que el gobierno de Aragón ha creado las comarcas, que el Ministerio de Educación está trabajando para reducir el absentismo escolar; de que el Gobierno de España ha hecho mucho por la cultura; o de que un ayuntamiento mantiene limpias las calles.
No es información. Es propaganda. Propaganda que se hace el ministro, el consejero o el alcalde de turno para reforzar su buena imagen e intentar que le vuelvan a votar. El problema es que esa propaganda se la paga con nuestro dinero. El mismo mecanismo diabólico de siempre: el gobernante nos quita el dinero mediante los impuestos; y con ese dinero se paga su sueldo, se compra un tranvía –por ejemplo-, y encima lo utiliza para convencernos de que es un tipo majísimo.
Y luego… le volvemos a votar.
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