En un artículo de Francisco Sosa Wagner publicado en El
Mundo, el diputado por UPyD en el Parlamento Europeo denuncia a UPyD de “prácticas
autoritarias”. La acusación no es novedosa. Es la muletilla favorita de todos
los detractores de UPyD, el argumento comodín que utilizan tanto los partidos
adversarios, como los medios de comunicación hostiles, o los afiliados del
partido que no han logrado hacer valer sus opiniones o no han logrado el apoyo
de sus compañeros.
Sorprende, eso sí, que a Sosa Wagner le haya pasado
inadvertido ese autoritarismo durante los cinco años en que ha defendido las
ideas de UPyD en Europa, durante los debates del II Congreso de UPyD, y durante
el proceso de elecciones primarias al que concurrió libremente, y en el que
obtuvo el apoyo de una amplia mayoría de los afiliados.
En mi opinión, lo que subyace bajo este debate es una
perversión conceptual de las muchas que enturbian el panorama político en
España. Se trata de la confusión entre “autoridad” y “autoritarismo”,
posiblemente heredada de los tiempos de la dictadura franquista.
Un sistema democrático se caracteriza por la existencia de
procedimientos reglados para asegurar la representatividad. En un partido
político son los afiliados los que deciden las posiciones políticas que
defenderá la organización, y así ocurre en los congresos de upYd. Son también esos
afiliados los que eligen a los órganos de dirección del partido, cuya misión
consiste precisamente en aplicar las resoluciones que han tomado los afiliados.
Esos órganos ostentan, por tanto, la legitimidad para
ejercer la autoridad dentro del partido, velando por el cumplimiento de las
líneas establecidas. Líneas y órganos que son renovados periódicamente, también
mediante procedimientos reglados en los que pueden participar todos los
afiliados sin restricción alguna. Y mientras dura el mandato de los órganos y
están en vigor las resoluciones, los cargos directivos del partido tienen la
obligación de ejercer la autoridad que se les ha encomendado para asegurar el
cumplimiento de lo acordado por los propios afiliados.
Si se ignora esto, si se califica de “autoritarismo” lo que
es la práctica legítima de la autoridad, ¿cuál es la alternativa? Para unos
puede ser el modelo asambleario, en el que las soflamas vibrantes sustituyen a
la frialdad del voto secreto. Para otros la autoridad carismática de u líder
mesiánico al que sigue un apacible rebaño. Los viejos partidos en España
parecen haber optado más bien por el compadreo, el intercambio de favores, y
las conspiraciones internas.