Hoy quiero hacer un brindis
por las mujeres. Por esas mujeres afganas, saudís, marroquís, etc., cuya vida
transcurre a la sombra de un varón –padre, hermano, marido o hijo-, y cuyo
estatus sólo está ligeramente por encima del de un camello o una cabra.
También brindo por esas mujeres
españolas que consiguen desempeñar un trabajo remunerado, además de atender el
hogar, educar a los hijos, cuidar a algún familiar anciano o enfermo.
Un tercer brindis por esa
mitad de la población española que nunca se jubila del todo. Esas mujeres
mayores que siguen llevando todo el peso de las tareas domésticas hasta el
final de sus días, o hasta que el Alzheimer borra su memoria.
Y aún a riesgo de pasarme de
tragos, brindaré también por todas esas mujeres que no se hacen las víctimas porque
no lo son. Las que asumen con naturalidad las diferencias biológicas que la
naturaleza impone, y las consecuencia que se derivan de ellas. Las que se
sienten incómodas con tantas asociaciones de mujeres, talleres para mujeres,
cursos para mujeres, concursos para mujeres, casas de la mujer e institutos de
la mujer. Las que no necesitan de cuotas por sexo para demostrar su valía y
ascender en su carrera profesional. Las que no ven a los hombres como enemigos
sino como seres humanos con las mismas virtudes y debilidades que ellas. Las
que no permiten que ningún varón se erija en su guía, su protector, su amo. Las que no admiten que ninguna feminista decida el guión de su vida.
Se me acaba la botella y no
puedo brindar por las otras mujeres. Las que se recrean con su resentimiento,
su amargura, su victimismo, su frustración o su odio. Estoy seguro de que ellas no
necesitan mi brindis. Prefieren hacer una huelga. Generala, por supuesto.