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jueves, 27 de agosto de 2020

¿Qué pasó con el queso?

 Spencer Johnson, en su libro ¿Quién se ha llevado mi queso?, narra las reacciones de dos ratones cuando descubren que no está el trozo de queso que alguien dejaba cada día en el mismo lugar. Me he acordado de este librito al reflexionar sobre lo que nos está pasando en España.

 

Al levantarnos cada día nos encontrábamos con nuestro queso. Estaba ahí, aunque no siempre supiéramos apreciarlo y a veces lo contempláramos con menosprecio.

 

Un sistema sanitario que atendía a cualquier persona. Un sistema educativo que, aunque mediocre, escolarizaba a todos, y permitía obtener un título universitario a cualquiera que decidiera estudiar. Un sistema político democrático y estable, aunque salpicado con feas manchas de corrupción. 17 parlamentos autonómicos. Más kilómetros de tren de alta velocidad que en EE.UU. Universidades en cada provincia. Pabellones polideportivos en los pueblos más pequeños. Nueve millones de pensionistas recibiendo puntualmente su paga. Reparto de subvenciones a granel. Subsidio de desempleo. Ayudas especiales para discapacitados, dependientes, mujeres, inmigrantes.  Más bares por habitante que en ningún otro país, con suculentas tapas y amplias terrazas.

 

Naturalmente, no era Jauja. El queso no era todo lo grande y bueno que hubiéramos deseado. Pero era nuestro queso. Ahora la Covid19 ha tenido el capricho de cebarse con nosotros, y las consecuencias sanitarias y económicas amenazan con hacer desaparecer nuestro queso, al menos tal como lo conocíamos. ¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros?

 

El libro ¿Quién se ha llevado mi queso? parece un cuento infantil. Es breve y ameno. Si no lo ha leído, le recomiendo que lo haga. Es posible que las distintas maneras de reaccionar de los dos ratones le dé algo en qué pensar.

sábado, 27 de junio de 2020

El síndrome de Mary Poppins


Supercalifragilísticoespialidoso” es la palabra con la que la actriz Julie Andrews dice expresar la emoción que siente, en la gran película “Mary Poppins”. La palabreja suena bien, es original, resulta simpática. Los niños la repetían incansablemente y los adultos se esforzaban por pronunciarla sin que se les trabara la lengua.

Sin embargo, detrás de esas catorce sílabas no hay nada. Absolutamente nada. Únicamente lo que cada cual quiera imaginar, lo que es lo más contrario al lenguaje, que se caracteriza por asignar a cada palabra una acción, una cosa o un concepto igual para todos.

Algo parecido es lo que viene sucediendo en España desde hace unos años, y cada vez con más fuerza. Palabras y frases que suenan bien, pero que carecen de sustancia, de significado concreto. Malabarismo lingüístico.

Ya el inefable Rodríguez Zapatero se sacó de la chistera aquello de la “Alianza de Civilizaciones” y millones de espectadores aplaudieron la ocurrencia, incluso creyendo que eso serviría para algo.

Pero últimamente el síndrome de Mary Poppins ha alcanzado unos niveles sorprendentes. Con motivo de la pandemia se ha hablado de “Plan Marshall”, de “Pactos de la Moncloa”. Se ha propuesto un “Plan de Reconstrucción”, -como si se hubieran caído los edificios y hundido los puentes-, cuando lo razonable sería hablar de “Pacto de Recuperación”. Se ha extendido como una plaga el concepto de “distancia social”, que hace referencia a la distancia entre personas, por lo que lo adecuado sería hablar de “distancia personal”. La distancia social es otra cosa. La que existe entre un acaudalado banquero y el inmigrante que duerme en el cajero de su banco. La que hay entre Pablo Iglesias -por ejemplo- y la mujer que hace la limpieza en su chalet. Y ya el colmo de la pirotecnia verbal es la afirmación del actual Presidente de que “España tiene que entenderse con España”.

Palabras huecas, conceptos retorcidos. Camino del caos lingüístico llegaremos al camarote de los Hermanos Marx: Yo digo lo que me da la gana y usted entienda lo que más le guste.

Reconozco que no me produce el menor asombro que los políticos –camaleónicos farsantes por oficio- hagan todo lo posible para sembrar la confusión llenando el espacio de palabra altisonantes sin significado alguno. Pero me produce gran melancolía observar que la sociedad civil, los periodistas, los intelectuales, los científicos, y los ciudadanos en general den por buena la farsa. Mientras sigamos padeciendo el síndrome de Mary Poppins, nunca nos libraremos de presidentes, ministros, consejeros y alcaldes mentirosos, oportunistas y tramposos, cuyo único objetivo es alcanzar y mantenerse en el poder a cualquier precio.

lunes, 20 de abril de 2020

Que os den por el bulo


Admirado señor Bulo:

Me dirijo a usted para expresarle mi felicitación por el hecho de que, por fin, haya alcanzado el reconocimiento público de su influyente papel en la sociedad española.

Se trata de una influencia que se mantiene desde hace décadas. Ya en los años 40 del pasado siglo el Gobierno justificaba su brutal represión en la existencia de una confabulación judeomasónica que pretendía destruir España. En los 70, Juan Carlos I juró cumplir los principios fundamentales del Movimiento. A principios de los 80, el Ministro de Sanidad atribuyó el envenenamiento masivo por aceite de colza a un bichito que se moría al caer al suelo, y en la misma época, Felipe González pidió el voto a los españoles para sacar a España de la OTAN.

Más recientemente, el gobierno de José María Aznar atribuyó los atentados de Atocha a la banda terrorista ETA. En 2007, el Presidente Rodríguez Zapatero tranquilizó a los ciudadanos asegurando que España no se vería afectada por la crisis financiera que asolaba a otros países. También nos contó que el terrorismo islámico se iba a terminar gracias a la “Alianza de Civilizaciones”.

Tiene usted, señor Bulo, una larga trayectoria de buenos servicios a los gobernantes. Pero quizá haya sido el actual Presidente quién más ha trabajado para reforzar su importancia. Desde presentar una moción de censura “para convocar elecciones lo antes posible” hasta asegurar que le quitaría el sueño tener a Pablo Iglesias en su Gobierno. Pero ha sido la pandemia del Covid19 la que le ha hecho a usted intérprete indiscutible de la realidad. Observamos su presencia en todas partes. Las mascarillas no servían para nada. España ha sido el país que ha reaccionado más pronto frente a la enfermedad. Nadie se va a quedar atrás en esta crisis. Cuando finalice ésta, la economía saldrá reforzada. El material sanitario es suficiente en los hospitales. Y como colofón, el CIS certifica que la única verdad es la que nos dice el Gobierno.

Ante el reconocimiento oficial de que la Guardia Civil trabaja para combatir las críticas a la gestión del Gobierno, el ministro Grande Marlaska ha declarado que el general de la Guardia Civil habrá tenido un lapsus. Efectivamente: un lapsus consiste en decir inadvertidamente la verdad cuando se quería ocultar. Si el ministro tuviera otro lapsus y nos dijera lo que piensa de los ciudadanos que critican la gestión del Gobierno, probablemente nos diría: “que os den por el bulo”.

martes, 14 de abril de 2020

Los pastos de La Moncloa


Uno de los recursos que le gusta emplear a Pedro Sánchez es el de recuperar antiguos eventos, tratando así de beneficiarse del prestigio que en su momento tuvieron los mismos. Lo ha hecho con su propuesta de un nuevo Plan Marshall, y ahora pretende ser el Adolfo Suárez del siglo XXI con unos nuevos Pactos de La Moncloa.

Considero que es altamente improbable alcanzar ahora un acuerdo equivalente. La maniobra no carece de astucia: si se firman esos pactos, los partidos de derecha aparecerán como corresponsables de la catástrofe económica que nos espera. Y si fracasa el intento los partidos de derecha serán los responsables de esa catástrofe “por no haber arrimado el hombro”.

Las razones de la escasa viabilidad de unos nuevos Pactos de La Moncloa son varias. Por una parte, en 1977 la mitad de la población española conservaba el recuerdo de la Guerra Civil, y estaban dispuestos a renunciar a muchas de sus ideas a cambio de no repetir semejante tragedia. Hoy, aunque son muchos los que se esfuerzan en recordar aquella contienda, son ya muy pocos los que la vivieron en sus carnes.

En segundo lugar, en 1977 lograron alcanzar acuerdos los diferentes partidos políticos, los sindicatos y las organizaciones empresariales. En 2020 habrían de añadirse también los representantes de 18 Comunidades Autónomas, entre ellos los que no pierden ocasión para que España como nación unitaria se rompa.

En tercer lugar, el gobierno de Pedro Sánchez es una coalición del PSOE con un partido que se ha distinguido desde su aparición por atacar tres objetivos: la casta, los ricos, y la Transición de 1978. Lo de la casta lo han olvidado desde que entraron a formar parte de ella. Pero su fobia a los ricos y a la Transición permanece inmutable. No resultará fácil formar un equipo de bomberos eficaz habiendo pirómanos entre ellos.

Por último, en la sociedad española de 1977 predominaba el deseo de alcanzar la democracia –algo desconocido entonces, pero que sonaba bien-, y la ilusión de incorporarse a una Europa percibida como más moderna y próspera que nuestro país. En estos momentos son ya bastantes los que se sienten defraudados por la democracia, y los que ven a Europa como una fuente de imposiciones y un club en el que cada uno va a lo suyo. 
Puede que la sociedad considere al Estado como a una vaca a la que sacar el máximo jugo. Pero no es menos cierto que para muchos políticos los ciudadanos no son sino un gran pastizal de votos del que se alimentan y engordan.

sábado, 4 de abril de 2020

Darwin y los juncos


Se suele decir que la teoría de Darwin sobre la evolución de las especies establece que son los individuos más fuertes los que mejor sobreviven. Sin embargo, tal creencia es errónea. Lo que Darwin descubrió es que los que sobreviven no son los más fuertes sino los individuos que mejor se adaptan a su medio ambiente. Hay que señalar que, en el caso de los seres humanos del siglo XXI, ya no es tan determinante el medio ambiente de la naturaleza como el medio ambiente social.

La pandemia del Covid-19 que tan duramente nos está golpeando ha supuesto un importante cambio en el medio ambiente social al que estábamos todos más o menos adaptados. El confinamiento en los hogares, la paralización del comercio, la industria y el turismo, así como las previsibles consecuencias económicas de todo esto suponen un cambio tan importante como brusco, al que no resulta fácil adaptarse.

A las dificultades corrientes de la vida en el ámbito familiar, laboral, económico, de salud, etc., hay que añadir ahora la inquietud –más bien la angustia- por el riesgo de contagio, el agobio del encierro, y la incertidumbre ante el futuro. Nadie puede escapar a los efectos de la pandemia, y todos vamos a salir malparados en mayor o menor medida. Los miembros del gobierno nos aseguran que “nadie se va a quedar atrás”. Es una burda mentira. Cuando la pandemia termine todos habremos retrocedido algunos pasos.

No obstante, sigue siendo válido el postulado de Darwin. Sobrevivirán mejor los que mejor y más pronto se adapten a esta nueva situación. Algunos pensarán que esto es imposible, pero se equivocan. Uno de los escenarios más terribles que puedan castigar a una sociedad es la guerra. Pero incluso en las guerras –cuando son de larga duración- la gente termina adaptándose. Los niños siguen jugando y riendo en las calles. Los adultos se reúnen con sus amigos entre bombardeo y bombardeo, y encuentran ocasiones para divertirse. Se enamoran y hacen planes para el futuro.

Cuando al final termina la contienda todos lloran a sus muertos, pero los que se habían adaptado encuentran fuerzas, energía y oportunidades para seguir adelante y continuar viviendo.

Por desgracia, otros, los que no fueron capaces de esa adaptación, suelen quedar en la cuneta, marcados para el resto de sus días por una situación a la que no fueron capaces de adaptarse.

Pensemos en ello. Depende principalmente de nuestra actitud. Podemos elegir entre rendirnos y retirarnos a llorar en un rincón, añorando lo que hemos perdido en la catástrofe. O bien adaptarnos a una nueva realidad, tomar las medidas de precaución para evitar el contagio, y darle la cara a un futuro que vamos a superar, aunque sea en condiciones menos favorables.

Los débiles juncos se inclinan ante la fuerza del vendaval para erguirse de nuevo cuando éste pasa. El robusto roble, en cambio, no tiene esa flexibilidad y puede resultar abatido por el viento.


lunes, 30 de marzo de 2020

Añorado Míster Marshall


Tras la II Guerra Mundial, el Secretario de Estado norteamericano, George Marshall, impulsó un plan para la reconstrucción de los países de Europa Occidental que habían participado en la contienda. Este plan supuso la inyección de miles de millones de dólares que permitieron la reconstrucción de infraestructuras y el relanzamiento de la estructura productiva europea, asegurando de paso la influencia de EE.UU. en el viejo continente. España, sumida en la autarquía fascistoide del general Franco, quedó excluida de ese Plan.

Ante la profunda recesión que se nos viene encima como consecuencia de la expansión del Covid-19, el Presidente Pedro Sánchez aparece en televisión ofreciendo 200.000 millones de euros y asegurando que "nadie se va a quedar atrás". Después pide socorro a las instituciones de la UE reclamando “un nuevo Plan Marshall” que permita a España afrontar la tormenta económico-social que se avecina. Haciendo gala de un talante muy celtibérico, Sánchez se pone a la cabeza del gran anhelo de la sociedad española actual: “que alguien solucione mis problemas”.

Sin embargo, existen algunas diferencias entre la situación de 1950 y la de 2020. En primer lugar que el Plan Marshall original consistió en la aportación de una economía pujante –la de EE.UU.- a unos países fuertemente golpeados por la guerra. En el quimérico Plan Marshall que reclama Sánchez, en cambio, se trataría de un plan de autoayuda, en el que países de Europa central y del norte –que también van a sufrir los efectos del Coronavírus-, se ayuden a sí mismos, y de paso a sus indolentes socios de la Europa del Sur.

Por otra parte, parece bastante ingenuo esperar de la actual Administración norteamericana el menor gesto de solidaridad hacia Europa, más aún teniendo en cuenta que el país de las barras y estrellas tampoco va a salir bien parado de esta pandemia.

Claro que queda la alternativa de que sea China –la nueva gran potencia económica- la que ahora salve a Europa. No lo haría gratis, naturalmente. Pero tampoco nos costaría mucho que pasáramos de comer hamburguesas, beber Coca-Cola, y celebrar Halloween, a hacernos adeptos a los rollitos de primavera, el licor de arroz y a festejar el Gran Dragón.

Todo siempre que el plan chino no se olvidara de Pedro Sánchez como los americanos se olvidaron del alcalde de Villar del Rio.

martes, 17 de marzo de 2020

Sangre, sudor y lágrimas

Esto sólo acaba de empezar. No sabemos cuánto se tardará en detener la pandemia, pero cabe esperar decenas de miles de infectados y muchos miles de fallecidos, sólo en España. Serán dos, cuatro o seis meses de angustia sanitaria, y otros tantos de parálisis en la industria, el comercio y los servicios. El miedo de los ciudadanos se puede resumir en dos tarjetas: la sanitaria y la de crédito.

Porque si el golpe que va a recibir la sociedad en el plano de la salud va a ser muy doloroso, el hachazo que nos espera desde el lado de la economía puede ser aún mucho peor. Ante la situación de cierre de comercios y de empresas, todo el mundo espera del gobierno medidas compensatorias. Los trabajadores que no pueden trabajar esperan que alguien pague  sus sueldos, y las empresas que no pueden vender esperan que el Estado les conceda ayudas especiales.

¿Y qué va a poder hacer papá Estado? Dejará de recaudar el IVA de todos los productos que no se van a vender, de todos los bienes que no se van a fabricar, de todos los turistas que no van a venir. Dejará de recaudar el IRPF de todos los trabajadores que no van a poder trabajar y el impuesto de sociedades de todas las empresas que no van a tener beneficios o que tendrán que cerrar. Simultáneamente tendrá que multiplicar el gasto en una Sanidad sobrecargada, en unas prestaciones sociales desbordadas. Todo esto con una deuda del 96% del PIB, y con escasas posibilidades de obtener préstamos en los mercados mundiales fuertemente golpeados.

Tengo razones para dudar de la capacidad del presidente del gobierno para estar a la altura. Pero creo que haría bien en prevenir a esta sociedad tan alegre y confiada hasta anteayer de que nos espera lo que Winston Churchill prometió a los británicos en la Segunda Guerra Mundial: Sangre, sudor y lágrimas.

martes, 18 de junio de 2019

Lo juro por Snoopy


La actividad política tiene mucho de teatro. Los actores representan su papel en un escenario, buscando el aplauso del público. Lo que dicen no se corresponde necesariamente con lo que piensan, sino que se ajusta a lo que dice el guión. Lo importante para ellos es tener un papel y rivalizan entre sí para desempeñar los principales. Esto no es nada nuevo ni exclusivo de España.

Pero entre nosotros la política no tiene nada que ver con Sófocles, con Calderón de la Barca, con Shakespeare o con Molière. Lo que aquí se estila está más relacionado con el esperpento, con el circo, o con el guiñol.

Estos días han estado jurando sus cargos miles de actores. Diputados, senadores, concejales y diputados europeos han cumplido el rito de prometer o jurar la Constitución. Cada uno a su aire. Se ha jurado o prometido “por imperativo legal”, “por la lucha feminista”, “por el ecologismo”, “por la liberación de los presos políticos”. No sé si algún diputado gitano habrá jurado por sus muertos o si un concejal musulmán lo habrá hecho por las barbas del profeta, pero no me sorprendería.

Y lo peor del asunto es que dicha ceremonia es absolutamente innecesaria por inútil, además de ridícula. No existe el delito de perjurio para los que contravienen la Constitución después de haber jurado acatarla y defenderla. En Cataluña –pero no sólo allí. Tenemos innumerables ejemplos de políticos que han hecho todo lo que han podido para hacer saltar la Constitución que habían jurado. Nadie, absolutamente nadie, ha protestado por ello. Parece ser que todo el mundo asume como normal incumplir una promesa solemne. A mí me parece escandaloso. Se lo juro por Snoopy, oiga.

sábado, 27 de abril de 2019

Los espectaculeros


Muchos se refieren a ellos como “cómicos”. Otros, despectivamente, les llaman “titiriteros”. Ellos se autoproclaman “la cultura”. Es un grupo variopinto en el que predominan gentes del mundo del cine, del teatro y de la televisión, además de cantantes, músicos, humoristas. Han vuelto a reunirse para redactar un manifiesto en el que nos indican a los imbéciles de los ciudadanos normales lo que nos conviene votar, porque sin su orientación no sabríamos lo que nos conviene.

Naturalmente, tienen todo el derecho a redactar manifiestos políticos, como lo tienen los deportistas, los farmacéuticos o los peluqueros. Y sus opiniones tienen el mismo valor que el de las opiniones de los deportistas, los farmacéuticos y los peluqueros. Pero ellos se creen más, mucho más. Son tan pretenciosos que se creen que son los genuinos representantes de la cultura, aunque entre ellos no abunden los pintores, los escultores ni los filósofos.

Yo prefiero llamarlos “espectaculeros” porque esencialmente son gentes que se dedican a los espectáculos de uno u otro tipo. No sé si entre ellos hay algún trapecista, algún mago o algún payaso de circo. Pero podría haberlos sin por ello reducir lo más mínimo la profundidad de su manifiesto.

Lo que me pregunto es por qué los medios de comunicación se hacen eco de las opiniones políticas de un grupo de actores, músicos y cantantes. Y también me pregunto por qué estos ciudadanos creen que sus recomendaciones sean tan importantes. Es probable que sólo sea una cuestión de narcisismo. Pude que ellos se crean dioses, pero sólo llegan a pretenciosos.

viernes, 29 de marzo de 2019

Si algo pasa, está la SER

Esto sólo acaba de empezar. No sabemos cuánto se tardará en detener la pandemia, pero cabe esperar decenas de miles de infectados y muchos miles de fallecidos, sólo en España. Serán dos, cuatro o seis meses de angustia sanitaria, y otros tantos de parálisis en la industria, el comercio y los servicios. El miedo de los ciudadanos se puede resumir en dos tarjetas: la sanitaria y la de crédito.

Porque si el golpe que va a recibir la sociedad en el plano de la salud va a ser muy doloroso, el hachazo que nos espera desde el lado de la economía puede ser aún mucho peor. Ante la situación de cierre de comercios y de empresas, todo el mundo espera del gobierno medidas compensatorias. Los trabajadores que no pueden trabajar esperan que alguien pague  sus sueldos, y las empresas que no pueden vender esperan que el Estado les conceda ayudas especiales.

¿Y qué va a poder hacer papá Estado? Dejará de recaudar el IVA de todos los productos que no se van a vender, de todos los bienes que no se van a fabricar, de todos los turistas que no van a venir. Dejará de recaudar el IRPF de todos los trabajadores que no van a poder trabajar y el impuesto de sociedades de todas las empresas que no van a tener beneficios o que tendrán que cerrar. Simultáneamente tendrá que multiplicar el gasto en una Sanidad sobrecargada, en unas prestaciones sociales desbordadas. Todo esto con una deuda del 96% del PIB, y con escasas posibilidades de obtener préstamos en los mercados mundiales fuertemente recalentados.

Tengo razones para dudar de la capacidad del presidente del gobierno para estar a la altura. Pero creo que haría bien en prevenir a esta sociedad tan alegre y confiada hasta anteayer de que nos espera lo que Winston Churchill prometió a los británicos en la Segunda Guerra Mundial: Sangre, sudor y lágrimas.