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viernes, 26 de abril de 2013

La dieta sana

Todos los especialistas en nutrición coinciden en que para mantener en buen estado todos los órganos del cuerpo es necesario que la dieta alimenticia sea lo más variada posible. La mejor manera de asegurar una ingesta equilibrada de proteínas, hidratos de carbono, grasas, vitaminas y minerales es comer de todo. Diversificar el menú diario es la única manera de estar seguros de que facilitamos a nuestro cuerpo todo lo que éste necesita.

Si esto es así para el cuerpo, también es válido para la mente. Hablar con distintas personas, de diferentes opiniones; ver diversos tipos de programa en televisión; escuchar varias emisoras de radio, y leer más de un periódico es la única forma de asegurar el equilibrio cognitivo para la mente.

Las opiniones –y a menudo las informaciones- son subjetivas. Cada fuente colorea las noticias a su gusto. Unos callan unas cosas y enfatizan otras. Unos medios exageran algunas noticias y suavizan otras. Y algunos abusan sin rubor de las más peligrosas de las mentiras, que son las medias verdades.

Por desgracia, mientras en todas partes se nos recuerda la importancia de una dieta alimenticia variada, nadie nos recuerda que es esencial mantener una dieta informativa variada. La mayor parte de la gente tiende a informarse a través de los medios que les dicen lo que ellos quieren oír, y no quieren saber nada de lo que cuentan los medios que dicen cosas que no les gustan. Los fieles de La Razón, y los forofos de El Periódico; los adeptos a la COPE, y los dependientes de la SER; los adictos a la Sexa, y los incondicionales de Intereconomía. Cada uno elige el medio por el que quiere ser manipulado.

El resultado final es una población con raquitismo informativo. Una multitud de ciudadanos que terminan creyendo que el mundo es blanco o negro. Una sociedad que sólo se entera de lo que quiere saber, y que se niega a escuchar al que piensa de otra manera

martes, 16 de abril de 2013

El mito de la república

Se acaban de cumplir 82 años de la proclamación de la II República, tras conocerse los resultados parciales de unas elecciones municipales. El debate monarquía o república está plenamente vigente, ya las noticias relativas a miembros de la familia real que vamos conociendo no hacen sino crispar la cuestión. Como ocurre con todo, tanto una monarquía como una república tienen ventajas e inconvenientes. En mi opinión, el componente hereditario de la monarquía chirría mucho en un ámbito geográfico en el que se han consolidado los principios políticos emanados de la Revolución Francesa. A favor, la monarquía presenta la ventaja de la estabilidad, lo que facilita la función simbólico-representativa, y quizá que el heredero recibe una formación adecuada para el cargo que tendrá que desempeñar. Por lo demás, que el sistema de gobierno sea una monarquía o una república no supone ninguna garantía de nada. Varios de los países más democráticos, civilizados y desarrollados del mundo son monarquías, como es el caso de Gran Bretaña, Holanda, Suecia, Noruega o Japón. Y son repúblicas otros países igualmente democráticos, civilizados y desarrollados, como EE.UU. Francia o Alemania. En el otro extremo, Marruecos, Arabia Saudí o Abu Dabi son monarquías, y Corea del Norte, Somalia y Nicaragua son repúblicas. Ninguno de estos países destaca por sus virtudes democráticas, por el respeto a los derechos humanos o por el nivel de desarrollo. Con todo, lo que más me llama la atención es que en España, cuando la gente pide la implantación de la III República, no suele estar penando en EE.UU, en Francia o en Alemania, sino que lo que visualiza es la reencarnación de la II República, aquella que tantas ilusiones despertó, que tantas decepciones produjo, y que terminó ahogada en un baño de sangre. Es el mito de la II República: de izquierdas, proletaria, y anticlerical. Esas características tuvieron mucho peso en su colapso final, porque en ese diseño no tenía cabida la mitad de los españoles. Una república en la que todo el mundo sería honrado, no habría injusticias, ni corrupción, ni pobreza, ni cárceles. Un mito, porque con monarquía o con república, los españoles somos como somos. Es posible que España se transforme algún día en una república, pero tendría que ser otra república, que en nada se pareciera a la de 1931. Una república democrática, en la que fuera tan legítimo y decente ser de derechas como de izquierdas; católico, musulmán o ateo; hombre o mujer; trabajador o empresario; rico o pobre. Los que sueñan con resucitar la II República o no saben de lo que hablan, o no son demócratas, o no viven en el siglo XXI.

martes, 9 de abril de 2013

El "escrache" o acoso bueno

Según la Real Academia, “acosar” es perseguir, apremiar, importunar a alguien con molestias o requerimientos. Algo tan amplio podría incluir las constantes llamadas de las compañías telefónicas para ofrecer sus servicios, o la pertinaz insistencia de un senegalés que nos quiere vender un reloj. Pero esta sociedad se ha tomado muy en serio los acosos, y se han formado movimientos ciudadanos y asociaciones para luchar contra ellos, y se han promulgado leyes específicas para prevenirlos y castigarlos. En la prensa aparecen constantemente noticias relacionadas con el acoso laboral, el acoso escolar, y el acoso sexual. Están tan mal vistos que a veces nos pasamos de rosca, y encargados, profesores o varones son acusados de acoso por levantar la voz a un trabajador, suspender a un alumno, o proponer una cita a una mujer. Pero de repente la progresía nacional ha decidido que existe un acoso bueno, admisible, e incluso recomendable. Como la palabra “acoso” está proscrita, lo llaman “escrache”, que suena mucho más fino, y consiste en perseguir, apremiar, importunar, molestar, requerir, insultar o amenazar a políticos, con la única condición de que no sean de izquierdas. Es cierto que los partidos políticos tradicionales se han olvidado de su función original, y se han convertido en máquinas de captar votos y de repartir cargos y prebendas. Es cierto que se han ganado a pulso el descrédito de los ciudadanos, a base de decir una cosa y la contraria, de emitir discursos vacíos, y de tolerar en su seno altas dosis de corrupción. Sin embargo, pese a todo, esos políticos han sido elegidos democráticamente. Millones de ciudadanos han decidido libremente que les representen, y hasta las próximas elecciones ostentan legítimamente esa representación. En cambio, por mucho ruido que hagan, los que practican el escrache, los que corean consignas en las manifestaciones, los que ocupan edificios y espacios públicos se representan únicamente a sí mismos. Es posible que sus reclamaciones estén justificadas; es legítimo que expresen su malestar. Pero de ninguna manera debemos permitir que suplanten la soberanía nacional, y que pisoteen la democracia. Durante siglos España ha tenido que sufrir la injerencia de individuos que se han apropiado del poder “en nombre del pueblo”. Tradicionalmente vestían uniforma, y el último intento se produjo el 23 de febrero de 1981. Los que ahora tratan de imponer su voluntad a la que han expresado los ciudadanos en las urnas no van armados ni uniformados. Pero esa es la única diferencia: las intenciones son las mismas.