Otro año más ha tenido lugar el debate sobre el estado de la
nación. En un año en el que las urnas van a sufrir un fuerte recalentamiento,
este debate tenía que ser necesariamente el pimer mitin de campaña. El
presidente ha tratado de mostrar un panorama idílico, y Pedro Sánchez se ha
estrenado haciendo lo mismo que siempre han hecho los líderes en la oposición:
intentar pintar un panorama absolutamente tenebroso. Nada nuevo.
Pero esta vez el debate me ha soñado de un modo extraño, como
si estuviera viendo una película de otros tiempos. Un ritual en el que los
personajes que han sido elegidos por los ciudadanos para representarles subían
ordenadamente a la tribuna, con un tiempo tasado, y atendiendo las indicaciones
del presidente del Congreso. ¿Por qué algo tan natural, tan civilizado y tan
democrático me ha parecido anacrónico?
La respuesta es que, para millones de españoles, desde hace
muchos meses el centro neurálgico de la política ha dejado de ser el Congreso
de los Diputado. Entre los desaciertos de unos, las mentiras de los otros, la
mediocridad de estos y la desvergüenza de aquellos, mucha gente se ha
desinteresado de la democracia parlamentaria.
Sin embargo, eso no significa que los españoles se hayan
desinteresado por las cuestiones políticas. Lo que ha ocurrido es que su
tratamiento se ha desvirtuado hacia unos canales espurios. Son los platós de
televisión, los hashtag, las
manifestaciones, las plataformas, las mareas, y las encuestas, los que se han
convertido en los aparentes intérpretes genuinos de la voluntad popular.
Se trata, no obstante, de una falsa realidad. Con todos sus
defectos, la democracia representativa que se formaliza en elecciones
periódicas en las que todos los votos valen lo mismo son la mejor garantía para
una convivencia democrática dentro de la ley.