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sábado, 28 de febrero de 2009

¿Artistas o gladiadores?

No soy aficionado a los toros, no me atraen las corridas de toros, no entiendo de toros. Alguien me pregunta si el toreo es un espectáculo de artistas o de gladiadores, y se me queda cara de bobo, sin saber qué responder.
Desde luego, en el toreo hay un animal que sufre, y es un espectáculo sangriento, violento, y que acaba con la muerte de un hermoso bicho de 600 kilos, ante un público que vitorea al matador. Como en el circo romano.
También es una manifestación cultural con alto contenido simbólico. Un ritual pormenorizado mediante el que se confrontan el valor y la habilidad –o el arte- del torero con la fuerza y la bravura del animal. Como en el circo romano.
El público es imprescindible para “la fiesta”. Sin público no habría toreo. El público sanciona el espectáculo y a sus actores. Puede aplaudir al torero o al toro. Puede abuchear a uno o al otro. O a ambos. Como en el circo romano.
Así pues, parece que existen grandes semejanzas entre el toreo y las exhibiciones de gladiadores. Pero ¿es esa una razón suficiente para condenar “la fiesta”?
Teniendo en cuenta que todos los toreros hacen su trabajo voluntariamente, sólo se puede rechazar el toreo asumiendo el papel de defensor de oficio del toro. El toro sufre maltrato, el toro es humillado públicamente, se vulneran los derechos del toro.
Pero, además de que podríamos argüir que sufre maltrato cualquier ser vivo que muere a expensas de otro –cosa que sucede millones de veces cada hora en la naturaleza-, ¿no son los otros reproches sino una petulante extensión de ciertas peculiaridades humanas a otros animales? ¿qué saben los toros del concepto de “humillación”? ¿acaso el concepto de “derechos” no es una invención exclusivamente humana?
A mí no me gustan los toros. Ni los espectáculos de gladiadores. Pero si tuviera que prohibier todo lo que no me gusta… me quedaría casi solo en el mundo.

viernes, 27 de febrero de 2009

Cuando la amistad se cae

Creía que era un amigo, pero me ha fallado”. Todos hemos oído más de una vez esta frase o la hemos pronunciado nosotros mismos. Expresa la decepción por la conducta de otra persona: alguien cercano, a quien otorgábamos el estatus de “amigo”. Pero ¿realmente fallan tanto los amigos?
En primer lugar habría que tener en cuenta que solemos emplear la palabra “amigo” con demasiada prodigalidad. Con frecuencia consideramos amigos a aquellos que no son sino conocidos: personas con las que hemos conversado en algunas ocasiones, o con las que compartimos alguna actividad concreta. No los conocemos a fondo, y el hecho de que juguemos al mus con ellos no tiene por qué significar que también existan otras afinidades.
Pero en la mayor parte de las ocasiones, esas decepciones tienen más que ver con nuestras propias expectativas que con la conducta del amigo. Si le idealizamos; si damos por supuesto que se comportará en cualquier situación como nosotros lo haríamos; si olvidamos que nadie es perfecto –ni siquiera nuestros amigos-; si olvidamos que tiene otras inquietudes y otros amigos además de nosotros, estamos construyendo en nuestra mente un espejismo que antes o después terminará por desvanecerse.
En vez de pensar “Este amigo me ha fallado” ¿por qué no pensamos “He sido yo quien ha fallado al esperar de este amigo más de lo que podía dar”? ¿Por qué no reconocemos que nuestras expectativas sobre esa amistad eran un espejismo?

jueves, 26 de febrero de 2009

El macero solitario

Tras el último atentado de ETA en Lezkao, un hombre armado con una maza a destrozado una sede de Batasuna. El atentado había causado daños en su vivienda, y el joven decidió responder de la misma manera.
La Ertzaintza hizo acto de presencia en mucho menos tiempo del que suele necesitar para aparecer cuando los violentos de siempre hacen de las suyas, se llevó detenido a Emilio Gutiérrez.
De repente, el macero solitario ha saltado a la popularidad, y se ha convertido en la estrella indiscutible. La reacción de los llamados “españoles de a pie” ha sido casi unánime: el aplauso entusiasmado por la reacción. En llamadas a emisoras de radio, cartas a los periódicos, y comentarios en internet, la voz de una abrumadora mayoría –la mayoría silenciosa- se resume en una exclamación: ¡Ya era hora!
Y sin embargo… su conducta es reprobable. El Estado de derecho supone la renuncia de todos a la represalia individual. Los ciudadanos delegan en el Estado el uso de la fuerza y del castigo de los delincuentes. Por lo tanto, entrar en el camino de la ley del Talión supone un retroceso –de consecuencias imprevisibles- en el avance de una sociedad civilizada.
Pero cabe preguntarse si Emilio no estaba legitimado para actuar por su cuenta, cuando el Estado resulta incapaz de proteger debidamente la propiedad privada y la integridad física de las personas. Un Estado que lleva 30 años oscilando entre la persecución contundente de los terroristas y las carantoñas para ver si abandonan las armas por las buenas no debería sorprenderse de que al final un ciudadano decida defenderse por sí mismo de tanto abuso y tanta chulería.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco supuso un giro en la actitud popular frente al terrorismo. Puede qu los mazazos de Emilio Guitiérrez signifiquen un nuevo cambio. En todo caso, es probable que el lento funcionamiento del mallete de los jueces sea el que ha dado alas al macero solitario. Quizá esos mazazos puedan servir también para sacudir la conciencia de una sociedad demasiado adormilada… o demasiado aborregada.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Cadena de despropósitos

El presidente Zapatero ha recibido al padre de Marta del Castillo –la joven asesinada de Sevilla-. El padre le ha pedido a Zapatero que se instaure en España la pena de cadena perpetua “porque es lo que pide el pueblo”. Y el presidente le ha respondido que no se puede porque la Constitución no lo permite. Toda una cadena de despropósitos.
La cadena perpetua podría instaurarse bajo otro nombre –como “prisión indefinida hasta la reinserción efectiva”-, y también podría reformarse la Constitución.
El padre de Marta –del que podemos comprender el intenso dolor que está sufriendo- no está cualificado para decidir lo que piensa el pueblo. Su opinión es válida, pero sólo es la opinión de un particular. Haber perdido a su hija de manera tan trágica no le convierte en un experto jurista.
Pero el despropósito más importante es el que –una vez más- comete el presidente al recibir a otro padre de una joven malograda. Cada año se cometen en España más de mil muertes violentas, y no parece razonable que los familiares de las víctimas vayan peregrinando en procesión a La Moncloa. Eso no sucede en ningún país serio del mundo. El presidente del gobierno de una nación de 44 millones de habitantes no puede actuar como el alcalde de un pueblo de 300 vecinos. El Estado dispone de suficientes instancias para atender como se merecen a esos familiares, y el presidente debería tener cosas mucho más importantes y complejas de las que ocuparse.
Pero incidiendo en el populismo que le caracteriza, sabe perfectamente que un suceso como el de Marta, con la impresionante cobertura mediática que está teniendo, está en el centro de atención de la inmensa mayoría de la población. Ni el sentido de Estado, ni la prudencia, ni la responsabilidad han sido suficientes para que se sustrajera a la tentación de hacerse una foto enternecedora junto al padre de la muchacha.
Una entrevista que no podía tener la menor utilidad para nadie… salvo para el presidente. Millones de televidentes han podido verle dando el pésame al padre de Marta. ¡Qué bueno es Zapatero! -habrán pensado.

martes, 24 de febrero de 2009

La explotación de mayores

Con frecuencia leemos noticias y opiniones sobre la llamada “explotación de menores”. Generalmente se refieren a las condiciones en las que viven o trabajan menores de edad en países poco desarrollados. La actitud general hacia esa cuestión en España es de absoluto rechazo.
Por una parte habría que recordar que el concepto “menores” es completamente subjetivo, y que un chicarrón de 17 años al que aquí consideramos “menor”, es en gran parte del mundo un hombre que se gana la vida y que tiene una familia. En cuanto vemos la palabra “menores” nos viene a la mente la imagen de criaturas de seis u ocho años, pero lo cierto es que la mayoría de noticias sobre menores se refieren a personas de bastante más edad.
Pero lo que yo quería comentar es la extrañeza que me produce tanta preocupación por la supuesta explotación de los menores de lejanos países, y la absoluta indiferencia con que asistimos a una continuada explotación de los mayores, que tiene lugar en nuestro edificio o que practicamos nosotros mismos.
Me refiero a esos abuelos que son utilizados sin compasión como niñeras, chicos de los recados, personal de limpieza o cocineros. Decenas de miles de jubilados que no pueden disfrutar de un ocio propio en esa etapa al final de su vida porque se sienten obligados a seguir al servicio de sus hijos y sus nietos. Llevar a los nietos al colegio, recogerlos a la salida, hacer la compra para la hija, limpiar el piso del hijo se ha convertido para muchos mayores en una tarea cotidiana.
Es cierto que muchos de ellos lo hacen con agrado. Pero quizá no tantos como quieren creer sus egoístas hijos. Muchas veces más bien se sienten atrapados en la dura ley de las convenciones sociales, y creen que no pueden hacer otra cosa. Pero no es cierto: todas esas tareas pueden llevarla a cabo otras personas. El problema puro y duro es que a esas personas habría que pagarlas, y son legión los hijos que prefieren olvidar esa posibilidad, y dejar que sean los abuelos los que sigan trabajando gratis.Al menos podían tener la decencia de –con el dinero que se ahorran- pagarles unas buenas vacaciones anuales a esos mayores explotados de los que nadie quiere acordarse.

lunes, 23 de febrero de 2009

Puntos para el conflicto

Un conocido –que está sin trabajo- me contaba hace poco que había ido a inscribirse para realizar un curso de formación. Sólo había doce plazas disponibles, por lo que tenían que seleccionar a los candidatos. Tuvo que hacer un pequeño examen, pero le informaron que, aparte de la puntuación del examen, se otorgaba un punto adicional por ser mujer, otro en caso de tener alguna discapacidad, y otro por ser inmigrante.
Voy a pasar por alto lo que tiene esa medida de machista, al equiparar a las mujeres con los discapacitados. Pero cuesta entender que si hay dos personas sin trabajo se le den más facilidades a una de ellas por el hecho de no haber nacido en España. Hay mucha gente que continúa pensando eso de “España para los españoles”, una postura poco coherente con la creciente globalización. Además, la cualidad de una persona no está escrita en su pasaporte, sino en su inteligencia, sus valores y sus ganas de trabajar.
Parece razonable ayudar más a quién más lo necesita. Pero pensar que cualquier inmigrante necesita más ayuda que cualquier español es una confusión absurda. Hay inmigrantes con trabajo mientras que otros españoles no lo tienen, y al revés. Por lo tanto habría que ayudar a todos los desempleados, independientemente de su nacionalidad o su sexo. Y no sólo por puro sentido común, sino porque además la Constitución establece que nadie puede ser discriminado por razón de etnia.
Y en último extremo, habría que dejar de hacer estas tonterías por mera prudencia. Semejantes reglas discriminatorias para los españoles sólo pueden dar lugar a enconar los ánimos contra los inmigrantes, contra todos ellos. Eso sería muy injusto, y acarrearía graves consecuencias. Las medidas torpes como esa de privilegiar injustificadamente a los inmigrantes pueden dar lugar a reacciones de rechazo o agresión igualmente injustificada hacia ellos. Cada punto injustamente regalado a un inmigrante puede llegar a convertirse en un punto más en el grado de xenofobia de muchos españoles.

sábado, 21 de febrero de 2009

La tele-tribu

El filósofo José Antonio Marina repite a menudo: “Para educar a un niño hace falta la tribu entera”. En efecto, en las sociedades primitivas y en las pequeñas aldeas todos los miembros de la comunidad participan en la educación de los pequeños. Padres, hermanos mayores, tíos, abuelos, vecinos: todos aportan su granito de arena, todos empujan en la misma dirección.
Los niños adquieren así un conjunto de valores coherentes entre sí y funcionales para la vida social adulta en la cultura de la que forma parte. Aprenden muy pronto lo que está bien y lo que está mal; lo que puede hacerse a una edad y no a otra; lo que arriesga si transgrede las normas del grupo. No tendrá dudas al respecto. Si se convierte en un delincuente o en un antisocial será por decisión propia, y nunca por ignorancia o desorientación.
Esa tarea común de las tribus primitivas ha desaparecido en las modernas sociedades urbanas. Los vecinos no se atreven a meterse en la educación de los niños que no son suyos; los tíos viven en barrios lejanos; los abuelos están en una residencia; y los padres trabajan y están casi siempre fuera de casa.
Pero eso no significa que los niños actuales no dispongan de un sustituto de aquella comunidad de educadores. La tribu moderna se llama televisión. En la pantalla el niño puede ver cientos de personajes, de conductas, de formas de hablar, y de modelos. El problema es que ya no se trata de mensajes coherentes, y ni siquiera están pensados para niños.
Muchos padres enchufan el niño al televisor para que desayune, y lo vuelven a enchufar cuando vuelve del colegio para que no dé la lata. Así va aprendiendo a gritar, interrumpir o insultar cuando habla con otros; a emplear el vocabulario más soez y carcelario; a engañar para conseguir el éxito económico. Aprende que para ser feliz hay que ser guapo y rico. Contempla toda clase de crímenes y de violencia. Tiene el mundo a su alcance con pulsar un botón.En vez de ir haciéndose un hombre correteando por la aldea bajo la vigilancia de toda la tribu, ahora podrá convertirse en un adulto neurótico y frustrado desde la soledad de su cuarto, con la ayuda de la televisión.
Los padres no permitirán a su hijo de 6 años que juegue con un mechero, pero le dejarán que incendie su mente con la televisión ¿Somos conscientes del terrible daño que la televisión puede hacer a nuestros hijos?

viernes, 20 de febrero de 2009

Una mano

Tras cuarenta años de dictadura, los españoles acogimos con alegría los vientos de libertad y democracia. Y siguiendo el implacable vaivén del péndulo de la Historia, nos aplicamos a desterrar todo vestigio del franquismo para vivir lo más “democráticamente” posible.
Con el entusiasmo del nuevo rico, dejamos en el trastero algunos conceptos que habían sido muy valorados durante la etapa anterior. Cosas como autoridad, esfuerzo, sacrificio, orden, castigo o responsabilidad quedaron completamente desacreditadas, como fósiles de una era prehistórica.
Empezamos a educar a nuestros hijos con valores de libertad, igualdad, tolerancia, placer, bienestar, derechos y relativismo moral. Por desgracia se nos olvidó que la libertad debe ir asociada a la responsabilidad de los propios actos; la igualdad debe ser ante la ley, porque cada persona es distinta; la tolerancia no es absoluta, y es lícito ser intolerante con los intolerantes; el placer sólo se aprecia cuando podemos compararlo con el dolor, el bienestar hay que ganarlo a base de esfuerzo; los derechos propios siempre terminan donde empiezan los de los demás; y que no todas las ideas son igualmente respetables y no todos las conductas son igualmente lícitas.
Vemos que buena parte de los adolescentes campan a sus anchas sin la más mínima consideración hacia los demás. Ponen los pies en el asiento de enfrente del autobús; beben desmesuradamente a edades tempranas; gritan a sus padres o insultan a cualquier adulto que se atreva a afearles una conducta; discuten con sus profesores sobre cuestiones de la asignatura; maltratan el mobiliario del instituto, y exigen, exigen, exigen.
Ante tales hechos siempre se oye alguna voz que reclama “mano dura”. Y es cierto que junto a la extremada permisividad con que muchos padres han educado a sus hijos, el generalizado clima de impunidad contribuye a que tantos muchachos se comporten como los reyes del mambo. Pero entre la “mano dura” de los tiempos de la dictadura, y el despropósito actual existe un término medio virtuoso.
Los adolescentes no necesitan una “mano dura”, sino simplemente una mano. Una mano amiga, pero también firme, que les ayude a encontrar el camino hacia alguna parte.

jueves, 19 de febrero de 2009

22 años

Cuando nació, a las 21:05 del 19 de febrero de 1987, yo estaba tomando una caña con el ginecólogo que había seguido el embarazo, en la cafetería de la clínica. Nos separaban unos pocos metros, pero yo no estaba allí.
Después ha habido infinidad de ocasiones para compensar aquella ausencia inicial.
A los siete u ocho meses manteníamos nuestras primeras conversaciones. Parloteaba sonidos sin significado alguno, mirándome mientras yo le escuchaba. Yo respondía en el mismo idioma, y entonces él callaba para escucharme. En cuanto yo terminaba, él volvía a decirme frases, y yo a responderle. Eran nuestras primeras conversaciones. El resto de la familia pensaba que estábamos locos, pero nosotros nos entendíamos.
A punto de cumplir tres años, cada noche me sentaba junto a él en su cama, y le preguntaba que qué prefería: que le contara un cuento, historias de cuando yo era pequeño, o cosas de la naturaleza. Según su elección, le contaba un cuento que inventaba sobre la marcha, le relataba alguna anécdota de mi infancia, o le explicaba lo que es el petróleo o cómo es el sistema solar.
A los seis años iba a un colegio laico, y un buen día me preguntó: “Papá, qué es eso de Dios. Unos niños estaban hablando de eso”. Le expliqueé que muchísima gente cree que hay un ser todopoderoso, que creó el mundo, y que todo lo ve y todo lo puede. También le dije que había otras personas que creían que no existía un ser así. Escuchó la respuesta, se quedó un rato pensando, y al final dijo: “Pues a mí me parece que eso es una chorrada”.
Ya han pasado veintidós años desde aquél 19 de febrero de 1987. No creo que haya aventura más apasionante que haber estado a su lado recorriendo el largo camino hasta hacerse un hombre.
Es el primer cumpleaños en que no estamos juntos. Hoy nos separan 2.021 kilómetros, pero continúa estando tan cerca como siempre. Felicidades, Miguel.

miércoles, 18 de febrero de 2009

El idiota moderno

En la Grecia clásica –la cuna de la democracia- los ciudadanos participaban activamente en las cuestiones generales. Debatían los asuntos públicos, elegían magistrados, y todos consideraban que la vida pública era cosa suya. También había personas que se desentendían de esas cuestiones, no mostraban interés para estar informados, y no participaban en los debates y votaciones.
Eran idiotas. Esa es la palabra que utilizaban los griegos para referirse a esa clase de personas. Con el tiempo, la palabra ha evolucionado mucho, y ha pasado a ser sinónimo de persona de facultades mentales menguadas. Hoy en día se utiliza sobre todo como insulto.
Pero en nuestra sociedad hay gran número de idiotas. Gentes que dicen “a mí la política no me importa”. “yo no entiendo de política”, “la política es para los políticos”. A menudo se trata de buena gente. Individuos bienintencionados, que se conforman con ocuparse de los asuntos de su vida particular, y nadie les reprocha su actitud. Quién más, quién menos, tiende a pensar que es una opción tan legítima como cualquier otra.
Sin embargo, en una sociedad democrática, se trata de una actitud que sólo es admisible en el caso de que esas personas se abstengan de votar en las diferentes elecciones. Es una manera de inhibirse de unas cuestiones complejas, que requieren tiempo y esfuerzo para ser suficientemente entendidas. Sería un comportamiento coherente: “yo no entiendo de esto, así que dejo que otros que entienden más decidan por mí”.
Lo malo –para la sociedad, y de rebote para cada uno de los ciudadanos- es que una buena parte de esos idiotas modernos sí que acude cada cuatro años a depositar su papeleta en una urna. Nadie sabe cómo elige la papeleta. Quizá por el diseño del anagrama, quizá coge la primera que encuentra, quizá la del candidato mejor peinado, quizá la del partido al que ha votado toda su vida –aunque probablemente nunca haya sabido por qué-.
El código penal no dice nada sobre ellos, y la opinión general tampoco. Pero con su conducta se convierten en unos personajes realmente peligrosos, ya que participan en la elección de representantes políticos en la misma medida que cualquier ciudadano que se tome la molestia de informarse, de analizar las propuestas, de pensar, y de comparar.
Quizá todos deberíamos reflexionar sobre el asunto. Y tal vez, la próxima vez que alguien nos diga “yo no entiendo de política”, deberíamos preguntarle si vota. Y si nos dice que sí, deberíamos recordarle que si él no se ocupa de la política, la política se ocupará de él. También podríamos preguntarle si cuando va a un restaurante pide la comida sin mirar la carta, o si hace sus comprar sin tener ni idea del precio.Quizá éstos idiotas modernos –en el antiguo sentido de la palabra- sea la causa de que vez más dirigentes políticos hagan un discurso para idiotas –en el moderno sentido de la palabra.

martes, 17 de febrero de 2009

Los Cristos del Gran Poder

Junto a los tres poderes clásicos de las democracias modernas –ejecutivo, legislativo y judicial- se considera que la prensa constituye de manera extraoficial el cuarto poder.
La existencia de tres poderes en el estado permite que unos hagan de contrapeso de los otros, evitando así una excesiva concentración de poder en las mismas manos. Desde ese punto de vista, la prensa es otro poder, ya que sirve para vigilar a los otros tres poderes, sacando a la luz conductas oscuras y denunciando excesos. De hecho, la existencia de una prensa libre y plural es imprescindible para que pueda manenerse un sistema democrático.
Sin embargo, mientras los tres poderes oficiales tienen estrictamente reguladas sus funciones, y están establecidos rigurosos mecanismos de control y de dependencia mutua, la prensa carece de esas regulaciones. Dicho de otra forma: la prensa va por libre. Existen, eso sí, códigos éticos profesionales, y en última instancia los periodistas tienen que responder ante los jueces en caso de injurias o difamación.
Pero la prensa también puede convertirse en un poder ilegítimo, cuando actúa en los márgenes de la legalidad, y se aleja de la objetividad dando prioridad a los intereses ideológicos o empresariales. Para millones de ciudadanos lo que aparece en los periódicos o en los medios audiovisuales es “la realidad”.
Los medios de comunicación de prestigio internacional hacen una nítida distinción entre lo que es información y lo que es opinión. Eso permite a la gente estar al tanto de lo que sucede, y además conocer lo que piensan determinados especialistas sobre ello. En cambio, en España se ha venido produciendo una evolución poco saludable, y hoy resulta muy difícil distinguir lo que es pura información de lo que es opinión, lo que hace que los lectores sean muy vulnerables a la manipulación.
Otros recursos para la manipulación son la redacción de titulares engañosos –que después no se confirman con la información publicada-; la distinta relevancia concedida a cada acontecimiento por un medio en concreto; la selección de determinados “expertos”, que se sabe que son partidarios del enfoque que quiere transmitir el medio; o la simple omisión de determinadas noticias.
Un sistema democrático no es simplemente aquél en el que se vota cada cierto tiempo. Una democracia de calidad requiere muchas otras condiciones. Una de ellas es una prensa que no vaya más allá de su papel, y que no mezcle la información con la opinión. Otra condición son unos ciudadanos precavidos, que no se crean todo lo que lean o escuchen, y que filtren cada noticia teniendo en cuenta qué medio la da. No es malo que la prensa sea el cuarto poder, pero es poco higiénico para la democracia que los grandes magnates de la prensa se conviertan en los Cristos del Gran Poder.

lunes, 16 de febrero de 2009

De pillo a pillo

El hombre es el único animal que miente a sus semejantes. Muchas especies animales se comunican entre sí de una manera elemental, pero no se sabe de ninguna que engañe deliberadamente a los de su misma especie.
Todos los códigos éticos y morales, y todas las religiones condenan la mentira. Sin embargo, una de las primeras cosas que aprende un niño es a mentir, y una de las primeras cosas que tiene que aprender un adulto es a discernir cuándo le mienten y cuándo le dicen la verdad.
Pero, aunque se trata de una característica humana, también puede ser una característica social. En la cultura anglosajona hay gente que miente, pero allí la mentira está socialmente muy mal vista. Se sanciona la mentira y el engaño, y un estudiante puede ser expulsado de una universidad por copiar en un examen. Hasta un presidente de EE.UU. tuvo que renunciar al cargo antes de que lo expulsaran al comprobarse que había mentido.
En España sucede todo lo contrario. Los padres les dicen a sus hijos que mentir está mal, pero los niños comprueban que ellos mienten a todo bicho viviente: “Si te pregunta tu madre, le dices que esto ya estaba roto”; “dile al profesor que no has hecho los deberes porque te pusiste malo”.
Al contrario que en Gran Bretaña, aquí la mentira está considerada como algo natual en el comportamiento. Se le ponen adjetivos para justificarla: “mentira piadosa”, “mentirijilla”, “mentira necesaria”. Y lo que es más grave: la habilidad en el engaño es una cualidad admirada, que despierta simpatía –siempre y cuando la víctima del engaño no sea uno mismo-.
La gente presume ante sus amigos de sus engaños al fisco, a su empresa, a su compañía de seguros, a su mujer, a sus padres, a sus clientes. Vivimos en un festival de mentiras, en el que nadie está nunca seguro de nadie. Es tan popular que hasta dispone de un género literario propio: la picaresca.
Mentimos tanto que damos por supuesto que todo el mundo nos miente. Para nosotros la mentira no es una anomalía, sino la regla general. Eso nos hace ser tan desconfiados. En una sociedad de pillos es esencial no dejarse engañar. A diferencia del mundo anglosajón, en España el que engaña es considerado “listo”, mientras el que se deja engañar es un “tonto” objeto de la burla general. Lástima que para que haya listos sea necesario que no falten tontos.

sábado, 14 de febrero de 2009

Nunca es pronto

"Un niño británico de 13 años ha sido padre junto a su novia de 15."

Cuando nace un niño los padres desean lo mejor para él. Esperan que crezca sano, que sea guapo, inteligente, sociable, trabajador, responsable, educado, simpático y feliz. Aspiran también a que tenga éxito en la vida, entendiendo el éxito como prosperidad, bienestar económico y prestigio social.
Sin embargo, basta echar un vistazo a nuestro alrededor para constatar que de todas las personas que conocemos son poquísimas las que han logrado todas esas metas. Si los padres pudieran evitar que la venda del cariño -o de la vanidad- les arrebatara la objetividad, se darían cuenta enseguida que no es razonable esperar tanto, y que depositar sus expectativas en objetivos tan elevados sólo puede llevarles a una larga cadena de frustraciones.
Poco a poco van teniendo que enfrentarse a una realidad mucho más modesta. Al cabo de pocos años resulta que el niño es más bien enclenque; que no se relaciona bien con los demás niños; que le cuesta un mundo aprender a multiplicar; que se encapricha de todo lo que ve; o que hay que ponerle gafas.
Al llegar a la preadolescencia los padres rebajan algo sus ambiciones, y empiezan a conformarse con que termine sus estudios, con que no sea un pendenciero, con que no beba o se drogue, o con que sepa administrar su propina.
A pesar de todo, y una vez que el hijo alcanza los quince o pocos más años, son muchos los padres que descubren con horror que no se ha cumplido prácticamente ninguna de sus ilusiones iniciales. Aquél bebé sonrosado y tierno, que iba para ingeniero aeronáutico, se ha convertido en un zángano larguirucho, que pasa horas encerrado en una pocilga a la que todos llaman dormitorio, aferrado a un teléfono móvil que devora euros a todo trapo, que exige ropa, dinero y libertad sin límites, que tripite el mismo curso escolar, y que les amenaza con denunciarles si se ponen muy pesados.
A veces esos padres acuden a un especialista para que les indique lo que tienen que hacer para que su hijo vuelva al redil del camino soñado. Y el especialista tiene que decirles que no se puede, que es demasiado tarde, que ese camino había que haberlo seguido desde que nació, que la educación es un proceso lineal que no tiene marcha atrás, y que en lo único que ahora pueden incidir los padres es en evitar que la desviación llegue a ser mucho mayor.
Se trata de una noticia difícil de aceptar para los padres, porque supondría reconocer que han venido haciendo muchas cosas mal durante muchos años. Ellos prefieren pensar eso de que "nunca es tarde para cambiar". Pero la realidad es que nunca es pronto para empezar a educar a un hijo.

viernes, 13 de febrero de 2009

La doble vara

Cuentan que en una ocasión se encontraron dos mujeres maduras, antiguas compañeras de instituto, y que hacía años que no se veían. En el curso de la conversación, una le preguntó a la otra: “¿Tienes hijos?”. A lo que respondió: “Sí, tengo una hija. Se ha casado hace dos años, y su marido es una joya. Va a la compra, limpia la casa, cocina, plancha, y se ocupa del bebé”.
La amiga respondió con gesto de envidia: “¡Qué suerte! Yo tengo un hijo, también casado. Pero no ha acertado con la mujer. Mi pobre hijo tiene que hacer la compra, limpiar la casa, cocinar, planchar, y hasta ocuparse del bebé”…
Las personas utilizamos habitualmente una doble vara de medir. En realidad se trata de dos varas, con graduaciones diferentes, que proporcionan medidas muy distintas según cuál de ellas empleemos. Generalmente utilizamos siempre la vara que más nos favorece para medir nuestras cosas, y la más desfavorable para medir las cosas de los demás.
Una de las variantes del uso de esa doble vara lo encontramos a la hora de atribuir causas a los acontecimientos de nuestra vida. Existe uan tendencia a pensar que los aciertos y los logros que conseguimos se deben a nuestro esfuerzo o nuestra inteligencia, mientras que preferimos atribuir nuestros fracasos a causas externas.
Sin duda resulta más consolador pensar que son otros los responsables de mis fallos. Eso permite mantener mi autoestima, evita los sentimientos de culpabilidad, y nos exime de esforzarnos para hacerlo mejor. Pero resulta muy poco útil para afrontar nuevos retos. Mientras no asuma mi responsabilidad en mis fracasos, no podré ver qué cosas he hecho mal, y así difícilmente podré corregirlas en futuras ocasiones. Un buen método para evitar esa perniciosa costumbre es el de tomarse unos minutos para –ante cada situación- tratar de invertir los papeles: ¿qué pensaría yo si esto en vez de a mí le hubiera sucedido a mi vecino? ¿qué me parecería si en vez de haberlo hecho mi vecino lo hubiera hecho yo?

jueves, 12 de febrero de 2009

Artículo censurado

La crisis económica en España es ya una realidad que hasta el presidente del gobierno -tan dado a ver espejismos- ha tenido que reconocer.
Los ciudadanos esperan soluciones y reclaman respuestas. La oposición exige medidas, pero propone vaguedades. Y el gobierno exige confianza y propone confianza. ¿Es posible que a nadie se le ocurra nada, más allá de endeudar al Estado hasta llevarlo a la quiebra?
Sí que se les ocurren cosas. Pero son tan dolorosas que nadie tiene la altura de miras y el arrojo de decirlas en voz alta. Igual que las televisiones viven pendientes de las cuotas de audiencia, y programan cualquier basura con tal de conseguir espectadores, los políticos viven pendientes de las elecciones, y se callan las verdades con tal de no perder un sólo voto.
Pero hay una larga serie de decisiones que podrían tomarse –que deberían tomarse- y que sólo los que no esperamos que nos voten podemos permitirnos el lujo de detallar. Voy a asumir ese riesgo, aún a sabiendas de que no va a gustar a aquellos que se sientan concernidos. Es decir: casi todos.

  • Reducción de un 3% del salario de los funcionarios y cargos públicos.
  • Establecimiento de topes máximos para los sueldos y gastos de reprensentación de todos los cargos electos, en función de su categoría.
  • Reducción del 20% en todas las subvenciones a organismos y particulares, excepto las que justifiquen que se utilizan para crear puestos de trabajo.
  • Reducción del 30% de las aportaciones del Estado a partidos políticos, sindicatos, y patronal.
  • Supresión de ministerios sin competencias, como Vivienda, Igualdad, Cultura, etc.
  • Pago íntegro del total del subsidio de desempleo al que haya derecho, siempre que se emplee para crear autoempleo.
  • Reducción fiscal a las empresas que no reduzcan plantilla en 12 meses.
  • Contrato de trabajo opcional con indemnización por despido de 20 días/año.
  • Incompatibilidad de las pensiones de viudedad con la percepción de un salario.
  • Canon de 2 euros por visita médica, y de 5 euros por día de hospitalización.
  • Supresión de los subsidios mensuales por hijo a madres trabajadoras.
  • Supresión de las ayudas para compra de vivienda. Sustitución por un programa de construcción de viviendas públicas para alquiler.
    Es casi seguro que a todo el mundo le parecerán bien algunas de esas medidas... excepto las que le perjudican personalmente. Pero… o ponemos a dieta rigurosa al enfermo… o se nos muere.
    Quizá haría falta un Churchill, capaz de anunciar “sangre, sudor, y lágrimas”.

    Nota. Es probable que nunca vea este artículo en el programa de un partido político. Pero no será porque no se les haya ocurrido, sino porque los asesores electorales lo habrán censurado.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Los invisibles

La crisis económica, que el presidente del gobierno ha venido negando hasta hace dos meses, ha estallado en toda su crudeza. En el Congreso de los Diputados, el presidente ha admitido que la situación es muy grave, y que no sabe cuándo remitirá. Todos los grupos, excepto el del PSOE, han criticado duramente al gobierno, por no actuar o por hacerlo de manera chapucera.
Por su parte, los ciudadanos miran cada vez con peor cara a un presidente de que se empeña en transmitir un mensaje paternalista: “pase lo que pase, el gobierno se encargará de proteger a los parados”. Cada vez son más lo que piensan que no quieren que “los protejan” sino que se tomen medidas valientes y eficaces para frenar el derrumbe de la economía.
Sin embargo, lo cierto es que el presidente no dispone de toda la capacidad de acción para tomar medidas (en el caso de que tuviera el valor de hacerlo). Se le puede reprochar con toda razón que ha mentido a los ciudadanos, y que ha confundido durante muchos meses la cruda realidad con sus idílicos deseos. Pero ni se le puede culpar de la crisis, ni tiene en sus manos todos los resortes que se necesitan. Las competencias del gobierno central han quedado muy limitadas tras tres décadas de permanentes concesiones a las CC.AA. Actualmente, el gobierno no dispone sino del 20% del total del dinero público disponible. Si es cierto el viejo dicho de que “gobernar es gastar”, hay que reconocer que nuestro gobierno puede gobernar más bien poco.
Pero, curiosamente, los gobiernos autonómicos se han vuelto invisibles ante la crisis. Todos, independientemente del partido al que pertenezcan, se han puesto hábilmente de perfil, para pasar desapercibidos, y dejar que la mirada cada vez más furiosa de los ciudadanos se concentre en la figura del presidente Zapatero, que continúa asumiendo encantado ese papel de pararrayos, repitiendo de manera cada vez menos convincente que todo irá bien.
Y ese es el delirante panorama actual: un gobierno que dispone de pocos recursos y pocas competencias para tomar medidas ante la crisis; unos gobiernos autonómicos que sacan pecho en las maduras, pero que se vuelven invisibles en las duras; y unos ciudadanos que todavía no se han dado cuenta de lo que realmente significa el sistema autonómico que hemos construido: un monstruo de extremidades gordas, pesadas y caras, con una cabeza raquítica (*).
Un absurdo diseño del Estado, en el que los ciudadanos esperan soluciones de quién ni sabe, ni se atreve, ni puede darlas, mientras que los que tienen en sus manos la mitad del presupuesto público se hacen invisibles, a la espera de tiempos mejores.

(*) Lo de “cabeza raquítica” no hace referencia a la capacidad intelectual del presidente del gobierno, sino a la posibilidad real de tomar medidas generales que no choquen con la hipersensibilidad de la mayoría de los gobiernos autónomos.

martes, 10 de febrero de 2009

Las creencias irracionales

El psicólogo estadounidense Albert Ellis introdujo el concepto de “creencias irracionales”, que son una serie de postulados que condicionan los pensamientos y las conductas de la mayoría de la gente, al menos en el ámbito de Occidente. Éstas son alguna de ellas:

  • Uno debería ser querido y aceptado por cualquier persona de su entorno.
  • Las cosas deberían ser como uno espera que sean, y es un desastre cuando no es así.
  • La felicidad o la desgracia dependen sobre todo de factores externos.
  • La conducta de alguien depende invariablemente de hechos del pasado.
  • Uno debe sentirse fuertemente afectado por los problemas de los demás.

Estas creencias no se basan en ninguna realidad, y contribuyen a generar malestar, infelicidad, y problemas relacionales. Afectan negativamente al equilibrio emocional y al comportamiento individual.
Junto a esas creencias sobre uno mismo, existen otras que podríamos denominar creencias irracionales sociales.

  • La sociedad debería ser justa. Es dramático cuando no lo es.
  • La sociedad tiene una evolución predeterminada, que supone un avance ininterrumpido hacia mejores niveles en todos los campos.
  • Mis costumbres y mis estilos de vida son mejores que los de otras gentes.
  • En cualquier conflicto social hay unos que son intrínsecamente malos y otros que tienen toda la razón.
  • A uno no debería ocurrirle nada malo, si no ha hecho nada para merecerlo.
  • Si todo el mundo pensara como yo, desaparecerían muchos problemas sociales.
  • Antes o después todo el mundo tiene el premio o castigo que merece.

Estas y muchas otras son también creencias infundadas, que sólo contribuyen a la frustración y la infelicidad. Como son falsas, casi todo lo que sucede a nuestro alrededor viola esas presunciones, dando lugar a desasosiego, preocupación, desorientación y tristeza.
Sin embargo, en lugar de sacar las conclusiones lógicas de esa contradicción –revisando las creencias irracionales-, las personas tendemos a mantener las creencias, atribuyendo la infinidad de acontecimientos que las refutan a causas excepcionales.
Contra viento y marea, solemos empeñarnos en mantener nuestro punto de vista. En lugar de reconocer que el mundo –la sociedad- es como es, y no como a nosotros nos gustaría que fuese, persistimos en el autoengaño y preferimos pensar que la sociedad “normal” es como nosotros pensamos, y que todo lo que se sale de ese modelo ideal son anomalías pasajeras, que terminarán por desaparecer.
Desde Platón hasta hoy, pasando por los defensores del socialismo utópico, los seres humanos se empecinan en soñar con un mundo perfecto, que no ha existido ni existirá jamás. Cabe preguntarse si no sería mucho más productivo para las personas y las sociedades que toda la energía empleada en construir quimeras se destinara a aprender a adaptarse al mundo real, y a encontrar mejor acomodo en él.
Soñar con lo que yo haría si me tocara la lotería y entristecerme o enfadarme porque no me toca, no parece una actitud muy inteligente. Sin duda sería mucho más feliz aceptando la realidad de mi escaso sueldo, y organizando mi vida para vivir lo mejor posible con él.

lunes, 9 de febrero de 2009

El chivo expiatorio

El economista Carlos Rodríguez Braun suele repetir -en contra de la creencia popular- que el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo expiatorio. En efecto, pocas cosas son tan propias del ser humano como la tendencia a echarle la culpa a otros. El lenguaje refleja de una manera muy rica esa estrategia tan común: “salirse por la tangente”, “echarle el muerto a otro”, “escurrir el bulto”, “sacudirse el embolado”, o “buscar una cabeza de turco”.
Con una desvergüenza notoria, el presidente del gobierno se ha venido atribuyendo durante cuatro años el mérito del continuo crecimiento de puestos de trabajo en España, como si esos empleos los hubiera creado su gobierno. Sin embargo, en los momentos en que cada mes hay 200.000 parados más, se aplica a la honrosa tarea de buscar un chivo expiatorio. Desde hace un año le ha venido echando la culpa de la crisis a Bush, a los banqueros americanos, al precio del petróleo, al PP por no “arrimar el hombro”, y últimamente a los bancos españoles, a los que hasta hace bien poco consideraba como “un ejemplo mundial”.
Lo malo es que, aun siendo el chivo expiatorio una criatura muy útil para eludir las responsabilidades propias, resulta tremendamente inútil para arbitrar medidas que den lugar a la solución de los problemas. Más aún: encontrar a los verdaderos responsables de la situación actual tampoco va a proporcionar soluciones.
Cuando se produce un accidente aéreo en un aeropuerto, el orden de prioridades está muy claro: a) desviar el tráfico para evitar que la catástrofe sea mayor; b) rescatar y atender a los heridos; c) retirar los restos del accidente de la pista para restablecer cuanto antes la normalidad; d) investigar las causas del accidente; y por último, d) encontrar los posibles culpables y sancionarles, en su caso.
Parece evidente que el presidente del gobierno tampoco sabe mucho de catástrofes aéreas. Así que está actuando justo al revés de lo que aconseja la lógica y el sentido común. Su principal interés parece ser el de encontrar culpables –por supuesto, nunca dentro de su ámbito de responsabilidades-, y su segunda prioridad se centra en retirar los cadáveres, cosa que él traduce en jurar y perjurar que todos los parados serán debidamente “protegidos”. Sorprende que hasta ahora nadie le haya preguntado si “todos” significa “todos”. Es decir, si se encuentra en situación de asegurar una ayuda económica a cinco, siete, o diez millones de parados.
Nadie que tenga un razonable grado de objetividad puede acusar al presidente del gobierno de haber generado esta crisis. Pero en los años venideros es muy probable que los ciudadanos le pasen una extensa factura por haber ignorado la crisis –para no perjudicar su campaña electoral de 2008-; de no haber tenido el valor de tomar el timón e impulsar medidas eficaces para modificar la estructura económica del país -dejándolo todo en manos del llamado "diálogo social"-; y de haber dedicado mucho más esfuerzo a buscar un chivo expiatorio que a decir sencillamente la verdad a los españoles.
La política actual del gobierno se puede resumir con los nombres de dos animales: la política del avestruz, y la del chivo expiatorio.

domingo, 8 de febrero de 2009

El arte de desproteger

Muchos padres consideran que la principal obligación respecto a sus hijos es la de protegerles de la infinidad de peligros que presenta la vida.
Y tienen razón: el recién nacido humano es la criatura más vulnerable de todos los mamíferos. Requiere mucho cuidado y atención por parte de sus padres, y sería absolutamente incapaz de sobrevivir por sus propios medios. Por lo tanto la labor de protección resulta imprescindible para ellos.
Pero dado que se necesitan muchos años hasta que ese recién nacido se convierta en un joven adulto capaz de sobrevivir por sí mismo, son muchos los padres que, sin apenas darse cuenta, se convierten en auténticos profesionales de la protección. Los hijos crecen tan lentamente que los padres apenas son conscientes de esa evolución, y no siempre son capaces de adaptar su nivel de protección a lo que realmente necesita su hijo en cada edad. En muchos casos tienden a perpetuar su protección, y son los propios hijos los que, ya mayores,tienen que afirmar su independencia y desprenderse de una protección, ahora innecesaria.
Como consecuencia, muchos padres extienden su protección durante un periodo mucho más largo de lo habitual. De esta manera se producen dos círculos viciosos:
1. Los padres perpetúan su protección “profesional” y se acostumbran tanto a esa tarea que ni se les ocurre que podrían dejar de ejercerla. Al mismo tiempo los hijos se acostumbran a ese papel de los padres, y se acomodan a una posición de “protegidos”, bien aceptándolo de buen grado, bien habituándose a un juego de aparente rebeldía.
2. Los padres se ven obligados a protegerles porque los hijos no saben cuidar adecuadamente de sí mismos. Pero los hijos no aprenden a cuidar bien de sí mismos porque siempre están ahí los padres para protegerles.
Proteger a los hijos es un oficio. Saber desprotegerlos a tiempo es un arte.

sábado, 7 de febrero de 2009

El negro porvenir y el porvenir del negro

Estaba esperando el autobús. Era un joven negro, alto y robusto, que portaba una pequeña bolsa. Acababa de salir de la obra de enfrente, y aún conservaba entre las uñas restos de yeso. Probablemente disponía de un contrato temporal. Probablemente se preguntaba cuánto tardarían en despedirle también a él. Sin embargo su mirada era clara y optimista, sin duda porque el fantasma del desempleo en España era una broma comparado con el monstruo de la miseria que había dejado lejos, en su país.
Dos hombres maduros cruzaron la avenida desde el acceso a la obra hasta la parada del autobús. Sus rostros curtidos y sus manos rudas hacían sospechar que eran trabajadores de la construcción. Sus uñas no mostraban huellas de ningún material. Probablemente venían de solicitar trabajo. Probablemente les habían dicho que no había. Probablemente era la enésima obra que visitaban ese día.
Los dos hombres hablaban poco y su gesto era hosco, sin duda porque el fantasma del paro era lo peor que les podía suceder. Eran españoles. El autobús se acercaba, y los escasos viajeros se aprestaron a abordarlo. Al abrirse las puertas los dos hombres y el negro se dispusieron a subier al mismo tiempo. Sus miradas se cruzaron durante un instante, y el negro dio un paso atrás para que entraran primero los hombres, bajando la mirada al suelo.
Si no fuera por esta gentuza…” se oyó murmurar a uno de los hombres. El joven negro pareció encogerse unos centímetros, subió a su vez al autobús y se quedó junto al conductor, evitando recorrer el pasillo y pasar junto a los hombres.
Una escena trivial, sin ruido, sin violencia. Pero todo un síntoma que presagia negros nubarrones que se ciernen sobre la convivencia pacífica. Si nadie lo remedia –y parece que nadie lo va a remediar-, dentro de un año la sociedad española tendrá ante sí dos cifras mágicas y peligrosamente coincidentes: cuatro millones de parados… y cuatro millones de inmigrantes. ¿Quién va a ser capaz de convencer a esos cuatro millones de parados de que el hecho de que exista exactamente el mismo número de inmigrantes no establece una relación causal?
Si nadie lo remedia –y nadie lo va a remediar, sobre todo cuando se constate que Obama no hace milagros-, dentro de un año ese joven negro va a tener muchas dificultades para subir a un autobús. Casi las mismas dificultades que los dos obreros de la construcción para pagar su hipoteca o para dar de comer a su familia.
Si tuviéramos un gobierno previsor, si entre la multitud de asesores de ese gobierno hubiera alguien capaz de decirle al presidente algo más que “sí jefe, eres el más listo”, deberían estar ya muy preocupados –no sólo por la crisis económica- sino por la crisis social que se nos avecina. Aunque vista la renuencia que el gobierno ha demostrado para admitir la existencia de una crisis económica, es de temer que sólo se preste a reconocer la futura crisis social cuando los dos monumentales ejércitos –los cuatro millones de parados y los cuatro millones de inmigrantes- se hayan encontrado miles de veces en alguna parada de autobús, enfrente de una obra sin terminar por una inmobiliaria quebrada.

viernes, 6 de febrero de 2009

Competencia desleal

Las nuevas tecnologías permiten difundir millones de noticias cada hora. También facilitan que cada persona pueda acceder a ellas desde su casa, desde el trabajo o desde el coche. Paseando por un bosque, tumbados en una playa, o sentados en el solitario trono del retrete. Es la aldea global de McLuhan.
En la aldea tradicional la gente se enteraba de lo que ocurría mediante el boca a boca. Todo el mundo conocía a todo el mundo, y todos estaban al tanto de lo que les convenía saber. En la aldea global las noticias nos llegan cada vez más despersonalizadas, procedentes de los más lejanos rincones, y confusamente mezclado lo importante con lo irrelevante.
En la aldea tradicional la “señora Patro” nos contaba que su nieto tenía sarampión. En la aldea global “la tele” nos dice que ha habido un brote de beri-beri en Níger. Todos conocíamos a la señora Patro y a su nieto, y todos sabíamos lo que era el sarampión. Pero ahora no sabemos quién nos da la noticia, ni dónde está exactamente Níger, ni en qué consiste el beri-beri.
Millones de ordenadores y billones de megabytes se han puesto al servicio de un maremoto informativo, haciendo una competencia desleal a nuestro pobre cerebro biológico, que sigue teniendo las mismas características que hace mil años. Cientos de millones de aparatos electrónicos escupen datos que nuestro cerebro es completamente incapaz de procesar, y menos aún de memorizar. Las noticias captan nuestra atención durante unos días –a menudo durante unos minutos-, y son olvidadas sin haber tenido tiempo suficiente para entenderlas del todo.
Todo ello da lugar a una paradoja cuyas consecuencias aún no podemos conocer. La sobreinformación que nos envuelve se convierte, en la práctica, en desinformación. La estructura cognitiva del habitante de la aldea tradicional –conocimientos limitados, pero claros y coherentemente estructurados- se ha convertido en una nebulosa de nociones difusas, mutiladas e inconexas.
Lo que podía parecer un avance hacia la mayor libertad y autonomía individual, a través de una mejor formación del propio criterio, corre el riesgo de suponer un retroceso hacia un mundo en el que unos pocos hacedores de información dominen por completo a unos ciudadanos incapaces de manejar tantos datos.
Como una brújula en un almacén de imanes, la sobrecarga informativa puede llevarnos a perder el norte, y a que la gente renuncie a enterarse de lo que les rodea, cansados del esfuerzo que supone tratar de seleccionar entre el diluvio de noticias.
Pero si nos convertimos en seres incapaces de distinguir lo importante de lo anecdótico, lo sustancial de lo aparente, lo estructural de lo coyuntural, lo necesario de lo apetecible, los deseos de las realidades, nos habremos colocado en la situación perfecta para estar dispuestos a aceptar con alivio un “guía” que nos señale el camino que debemos recorrer.
Dos mil años de progreso tecnológico nos habrían devuelto a la época en la que las masas ignorantes seguían ciegamente a un profeta. Sin saber hacia dónde, sin saber por qué.