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miércoles, 26 de septiembre de 2012

El incumplimiento del contrato social


Rousseau preconizaba un “contrato social” tácito, mediante el que todos los ciudadanos renunciaban parcialmente a su libre albedrío, que se depositaba en el Estado, de manera que éste podía redactar y ejecutar las leyes que obligaban a todos. De esta manera las voluntades individuales quedaban voluntariamente restringidas en favor de algo superior y más socialmente eficiente: la voluntad general.

En las democracias parlamentarias actuales, esa renuncia se canaliza mediante el mecanismo de la representatividad. Diversos partidos presentan sus programas de gobierno a los ciudadanos, y cada ciudadano elige para que le represente al partido que más se acerca a sus intereses, valores, y creencia. Así surge un Parlamento que representa al conjunto de ciudadanos, y de él un gobierno que se encarga de llevar a cabo el programa que había propuesto a los electores.

Una de las ideas que ha impulsado la manifestación del 25S ha sido la de “no nos representan”. Es el resultado del desprestigio galopante de los políticos en general, unido al hecho de que el Partido Popular viene tomando una serie de medidas completamente contrarias a las que figuraban en su programa de gobierno. Con independencia de que la inmensa mayoría de los que se quejan de ese incumplimiento son ciudadanos que no han votado al Partido Popular, persiste el problema del flagrante incumplimiento de contrato –cosa que, por otra parte, vienen haciendo todos los gobiernos en España desde el asunto de la salida de la OTAN-.

¿Qué pueden hacer los ciudadanos cuando los políticos en el gobierno rompen unilateralmente el contrato social que les legitima para gobernar? ¿Tienen que esperar resignadamente hasta las siguientes elecciones para suscribir otro contrato con otro partido, que volverá a incumplirlo? ¿Están legitimados para romper también su compromiso con el Estado y recuperar su libre albedrío completo? Y en ese caso ¿eso incluiría retirarle al Estado el privilegio del uso exclusivo de la violencia? ¿Se pueden crear mecanismos legales eficientes para castigar penalmente los incumplimientos de un gobierno? ¿Qué pasaría cuando el incumplimiento se debiera a un gobierno de coalición en el que ningún partido puede imponer su propio programa? ¿Cómo diferencias los incumplimientos derivados de falsas promesas de los debidos a la evolución imprevisible de los acontecimientos?

Problema extraordinariamente complejo, pero no completamente insoluble.

lunes, 24 de septiembre de 2012

La democracia gritamentaria


Los pueblos se han venido organizando según dos modelos principales. En las tribus primitivas: dirigidas por un jefe al que obedecían por miedo o veneración, o bien con un consejo de sabios o ancianos que establecía las reglas de juego e impedía la arbitrariedad de los jefes.

Hoy, con naciones de millones de personas, persisten esos dos modelos. Hay países en los que un dictador impone su voluntad a un pueblo que no tiene la oportunidad de expresar su opinión ni su voluntad. Y otros en los que los ciudadanos son dueños de su destino, y deciden su rumbo.

En estas sociedades los ciudadanos delegan su soberanía en otras personas para que les representen en un Parlamento, cuyas funciones son elaborar las leyes y controlar al gobierno. La herramienta es la palabra, y con ella intentan convencerse, dialogan, alcanzan acuerdos, y toman decisiones por mayoría. Es la democracia parlamentaria.

El modelo que existe en España. Sin embargo, poco a poco se ha ido pervirtiendo, y la importancia del Parlamento ha perdido valor en beneficio de la calle. Cada vez con más frecuencia, los debates parlamentarios son ahogados por el clamor de los gritos en manifestaciones callejeras. Los propios partidos políticos se suman a esas manifestaciones, y exhiben como aval el número de asistentes a una manifestación, concediéndoles más importancias que al número de votos obtenidos en las urnas. Eso es la democracia gritamentaria.

El Partido Comunista (travestido de IU), siempre ha tratado de compensar su escasa representatividad en las Cortes con el ruido de las pancartas. Pero PSOE y PP se han sumado también al gritamentarismo. Pese a contar con gran número de diputados, se prestaron a competir en gritos, y salieron a manifestarse. Contra la guerra de Irak; o contra de la ley del aborto. Ahora, los independentistas catalanes también han salido a gritar para conseguir lo que no podrían por democráticas.

España necesita profundas reformas. Pero va a ser imposible acordar esas reformas al dictado de los gritos en las calles. La democracia gritamentaria carece de reglas. Es imposible medir la voluntad de los que se suman a una manifestación, porque no todos quieren lo mismo, porque no se sabe cuántos se están manifestando, cuántos no han querido hacerlo, y cuántos pasaban por allí.

Estamos dejando que se pudra nuestra democracia parlamentaria. Reemplazar las palabras de un debate por los gritos de una manifestación nos coloca en una democracia gritamentaria, que está mucho más cerca de las sociedades de Trípoli, El Cairo y Túnez que de la civilización de Londres, París o Washington.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Las tres caras del miedo


El miedo es una emoción que cualquier ser humano y cualquier animal puede experimentar. Dejando aparte los miedos irracionales, se trata de una emoción útil y funcional porque nos ayuda en la primera necesidad de cualquier ser vivo: la supervivencia. Es una luz roja que pone en alerta nuestros sentidos ante un peligro, y desencadena inmediatamente determinados mecanismos biológicos que facilitarán nuestra respuesta.

Esa respuesta dependerá de la evaluación que hagamos del peligro. Si creemos que podemos enfrentarnos a él, la respuesta será defendernos y luchar. Por el contrario, si creemos que no podríamos que nos sería imposible salir airosos de la lucha, la respuesta es la huída. Tanto en un caso como en otro, el organismo habrá reaccionado para proporcionarnos los recursos físicos necesarios para pelear o para correr.

Pero también puede producirse otra reacción ante la sensación de miedo intenso: la parálisis. El cerebro no consigue decidir si luchar o escapar, quedando así totalmente desvalido, incapaz de protegerse ni de ponerse a salvo.

Cada cierto tiempo sucede alguien, en algún país occidental, ejerciendo esa conquista social que es la libertad de expresión, publica algún documento, viñeta, película, en el que se menciona, se representa, o se hace humor sobre toda clase de reyes, gobernantes, jerarquías religiosas, personajes históricos, profetas, santos o dioses. Invariablemente, cuando lo publicado hace referencia a alguno de los iconos del Islam, se desencadena una ola de furia salvaje que recorre los países islámicos y sacude con violencia los países occidentales y sus representaciones en aquellos.

Cabrían dos respuestas a esos ataques. La huída, que supondría reformar las leyes occidentales, reprimiendo la libertad de expresión para prohibir la mención de cualquier elemento que pudiera ofender la sensibilidad islámica. Y la defensa, que supondría expulsar de los países occidentales a los islamistas radicales que en ellos residen, romper relaciones diplomáticas con los países que amparen los desmanes contra intereses occidentales, y la persecución y castigo de los agresores.

La huída nos llevaría, con el tiempo, a una sucesiva renuncia a nuestros principios democráticos, y probablemente a que dentro de unos años nuestras hijas llevaran burka para no molestar a los integristas. La lucha nos situaría ante la escalofriante tesitura de enfrentarnos a países de los que dependemos para el suministro de petróleo.

Difícil elección. Y quizá por eso la reacción de los gobiernos de Europa y Norteamérica es más bien la tercera salida: la parálisis. Una actitud indefinida, en la que no se quiere renunciar a la libertad de expresión, pero tampoco enfrentarse abiertamente a la sinrazón de cientos de millones de musulmanes. Es comprensible. Pero, paralizados seremos devorados. Parafraseando a Winston Churchill: “Teníais que escoger entre evitar la lucha y aceptar la indignidad, y habéis elegido evitar la lucha. Al final tendréis la indignidad y la lucha”

lunes, 17 de septiembre de 2012

Política de lavadoras


Conocí una persona que, habiéndose estropeado la lavadora, se fue a un establecimiento, le enseñaron todos los modelos, y compró una nueva. Cuando la llevaron a su casa los operarios se encontraron con que no podían instalarla porque el aparato no cabía en el espacio disponible. Cuando me contó el hecho, le pregunté qué cómo se le había ocurrido comprar una máquina tan grande, sabiendo que disponía de un lugar estrecho. La respuesta fue la siguiente: “De todas las que había, ésta es la que me gustó. Pensé que era algo ancha, pero es que en cuanto la vi, sentí que esa era la que quería”.

Cuento esta anécdota porque es un buen ejemplo de lo que puede pasar cuando uno deja que los sentimientos guíen sus decisiones en cuestiones que no tienen nada que ver con los sentimientos. La compra de una lavadora es un acto racional: hay que considerar las dimensiones, la marca, la capacidad, el consumo energético, el de agua, el ruido, la robustez, las prestaciones y la asistencia técnica. Y sólo en último lugar cabe hacer alguna concesión a la estética.

Algo similar ocurre con la política. La forma en que se organiza una sociedad tiene que estar basada en criterios racionales. En datos demográficos y económicos. En hechos cuantificables y comparables. En teorías contrastadas, en deducciones lógicas y en previsiones esperables. Esos son los criterios oportunos, los que deben aplicar los políticos, y sobre todo, los ciudadanos.

Pero en España, desde la transición, predominan los sentimientos políticos sobre la razón. La gente “se siente” de izquierda o de derecha. Otros “sienten” que su bandera es la republicana. Aquellos “sienten” que su región es una nación, y los de más allá “sienten” que su comarca es un imperio.

Unos sienten que cualquier inmigrante tiene los mismos derechos que un español. Otros sienten que los que no piensan como él tendrían que irse de España; que la universidad en la que estudian les pertenece; que las leyes pueden ser interpretadas por él y no por los jueces; o que por haber nacido tiene derecho a ser siempre feliz.

Esa confusión es una de las razones por las que en España no se ha implantado un sistema democrático homologable con el británico, el norteamericano, el alemán, o el suizo. Alguien tendría que explicarle a los ciudadanos que los sentimientos son secundarios en política. Que el hecho de que uno se sienta un gran músico no basta para que le nombren director de la orquesta de RTVE. Que los psiquiátricos están llenos de personas que “se sienten” Napoleón Bonaparte, el caballo de Atila, o enviados de Dios.

Si no cambiamos ese modo de vivir la política, seguiremos siempre comprando lavadoras que no nos sirven.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Y si se van, ¡buen viaje!


En la manifestación del día 11, en Barcelona, cientos de miles de personas enarbolaron pancartas y corearon eslóganes pidiendo la independencia. El presidente Artur Mas había declarado su apoyo, y declaró –en inglés- que “se había abierto la puerta de la libertad para Cataluña”. Pronto se entrevistará con Rajoy, a quién se espera que le exija 5.000 millones, y eso que llaman “pacto fiscal”, y que es algo parecido al sistema privilegiado del País Vasco y Navarra.

Los independentistas están convencidos de que Cataluña es una nación que fue ocupada por España; de que tienen derecho a la autodeterminación; de que separarse de España les convertiría en un miembro más de la UE; y de que si se separan de España vivirán mejor, serán más ricos, más felices, y hasta más altos.

Vaya por delante mi respeto hacia los que desean que su región –o su pueblo, o su barrio- se convierta en un estado independiente. Cada uno sueña con lo que quiere, e idealiza sus sueños. Ahora bien, mi respeto se reduce ante la ignorancia, y desaparece ante el engaño, el dogmatismo, o el sectarismo en los que se basan esos deseos:
  • Apelar a razones históricas para reclamar la independencia es tan inconsistente como si Romano Prodi reclamara para Italia la Península Ibérica, las Galias, y Britania; o como si España reclamara las Islas Filipinas.
  • El argumento de que “Cataluña paga más de lo que recibe” podrían utilizarlo millones de ciudadanos que pagan más impuestos que sus vecinos que ganan menos. Cataluña no paga impuestos: los pagan los catalanes, igual que los valencianos, los aragoneses o los extremeños.
  • Si Cataluña se independizara de España, quedaría fuera de la UE, tendría que acuñar moneda propia, crear su propio ejército, y dejaría de formar parte del mercado único, perdiendo además su principal mercado: el resto de España.

 Durante 35 años los independentistas han utilizado la amenaza de la independencia para obtener del gobierno del Estado concesiones, privilegios, y competencias que se traducen en dinero y poder que administran y ejercen sus políticos. Pero no se les puede culpar únicamente a ellos. No habríamos llegado hasta esta situación si no hubiera habido sucesivos gobiernos de España que han ido transigiendo y cediendo, esperando saciar el infinito egoísmo nacionalista. Y éstos han aprovechado muy bien la angustia que en el resto de España produce su hipotética independencia. Quizá haya llegado el momento de terminar con esa angustia, y de dejar de ceder a un chantaje sin fin.

Creo que la separación de Cataluña sería mala para España, y peor para los catalanes. Cuando Europa converge hacia una unión mayor, parece insensato seguir el camino inverso. Desearía que los políticos nacionalistas dejaran de jugar con los sentimientos de los catalanes. Desearía que se impusiera la racionalidad, que todos juntos aprovecháramos lo mejor de unos y de otros. Pero si el proceso continúa, si una mayoría de catalanes prefieren dormir con la senyera aunque sean más pobres, si al gobierno de España le falta la energía para hacer cumplir la constitución. Si a pesar de todo se van… ¡buen viaje! y dejen de amenazarnos con que se van a ir.

martes, 11 de septiembre de 2012

Toro de fuego


Un espectáculo que no puede faltar en muchos pueblos de Levante es el toro de fuego. Se clava sólidamente un poste robusto en la plaza, y por un orificio que lo atraviesa horizontalmente se hace pasar una soga de más de 50 m. Un extremo de la cuerda se sujeta al toro encerrado en el toril. El otro queda en manos de los mozos del pueblo, y el poste queda en medio. Al abrirse la puerta del toril, el toro se lanza a la plaza, por la que puede moverse dentro del radio de 25 ó 30 metros de la soga que le une al poste. La cuerda puede deslizarse por el orificio, y el animal intenta alejarse, pero los 15 o 20 mozos que tiran del otro extremo se lo impiden. En esta pugna, los mozos van ganando cuerda, y el toro dispone cada vez de menos radio para moverse. Finalmente, los mozos ganan, y el toro –aterrado- queda con la cabeza amarrada al poste. En ese momento otros mozos le rodean y lo inmovilizan, colocándose entonces en los cuernos las bolas. Se les prende fuego, y por último se corta la cuerda, dejando que la res pueda evolucionar libremente por la plaza.

Me acordaba de este ritual ayer, viendo a Rajoy en su entrevista, cuando insistía una y otra vez en la austeridad. Le preguntaban sobre el crecimiento y el empleo, y él volvía a hablar de la austeridad como el único requisito que algún día debería permitirnos crear empleo.

Los recortes del gobierno me hicieron evocar esa soga que se va acortando hasta que el toro queda casi indefenso, atado al poste, y ahí ya se le pueden poner las bolas de fuego. Esa parece ser la estrategia de la UE, y de los gobiernos de los países que la forman. Han llegado a la conclusión de que el Estado de Bienestar, de las subvenciones generalizadas, del gratis total, del maná, es inviable. Pero saben que sería imposible convencer al toro de que hay que ponerle unas bolas de brea en los cuernos. Así que van recortando poco a poco prestaciones, beneficios y privilegios. Saben que la gente se resistirá -como el toro-, pero que inexorablemente terminará inmovilizada y rendida. Sólo entonces –colocadas las bolas ardientes- se podrá cortar la cuerda, y la sociedad podrá volver a moverse, la economía a crecer, el empleo a aumentar. Los ciudadanos respiraremos aliviados al final del tormento, y nos sentiremos felices de nuevo. ¡Qué importan unas bolas de fuego si podemos corretear por la plaza!

lunes, 3 de septiembre de 2012

Érase una vez una tribu

Érase una vez una tribu formada por un centenar de personas. 70 adultos, 15 ancianos, y 15 niños de menos de 14 años. Habían llegado al valle tras un largo peregrinaje. Allí se instalaron, y los 70 adultos trabajaron duramente cultivando los campos, criando ganado, construyendo cabañas y fabricando herramientas. El primer año sufrieron grandes penalidades, pero poco a poco fueron recogiendo el fruto de su trabajo y su bienestar aumentó rápidamente.

Al cabo de diez años producían muchos más alimentos de los que necesitaban, así que decidieron dejar de fabricar herramientas y comprarlas a una tribu vecina. Los diez artesanos que habían venido haciendo ese trabajo se dedicaron ahora a construir instrumentos musicales y a amenizar con canciones las veladas de la tribu.

Diez años más tarde, seguían teniendo excedentes, y volvieron a reorganizarse: las diez personas que construían viviendas dejaron de hacerlo, y se ocuparon de enseñar las tradiciones a los niños. Al mismo tiempo se decidió que éstos, en lugar de empezar a trabajar a los 14 años, continuaran aprendiendo hasta los 20. Compraron los materiales de las viviendas y pagaron a gente de otra tribu para que las construyera. Decidieron también nombrar un Consejo de diez personas para que escribiera la historia de la tribu y para que redactara las leyes.

Ahora eran 15 ancianos, 30 niños y jóvenes estudiando, 10 músicos, 10 profesores, 10 miembros del Consejo. y 25 trabajando las tierras y cuidando el ganado. La producción descendió bruscamente, y como todos se habían acostumbrado a comer en abundancia, el Consejo decidió pedir alimentos prestados a las tribus vecinas.

Al cabo de otros cinco años, debían a las otras tribus más de lo que ellos producían en tres años. Los vecinos empezaron a ponerles pegas para prestarles más alimentos, y el Consejo convocó una asamblea tribal para decidir qué hacer. Un anciano medio ciego propuso volver a la organización anterior, y que al menos 60 personas se dedicaran a trabajar los campos. Todos se opusieron tachándole de loco. Todos –excepto el anciano- estaban de acuerdo en que era importante que los jóvenes continuaran estudiando hasta los 20 años, y en que la música formaba parte de sus costumbres. Los miembros del Consejo convencieron a todos de que no podían disolverse, ya que sin ellos la tribu sería un caos. Al final, para reducir gastos, decidieron reducir a la mitad la ración de comida de los ancianos.

La producción siguió cayendo, y era imposible devolver a sus vecinos todo lo que les habían pedido prestado. Una mañana vieron que se acercaba una multitud de más de mil personas, armadas con espadas y lanzas.

Sólo el anciano entendió por qué las tribus vecinas se habían aliado y les habían invadido.