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lunes, 14 de mayo de 2012

La burbuja del Estado

A estas alturas todos sabemos en qué ha consistido la “burbuja inmobiliaria”, ese espejismo de riqueza que, al estallar, nos está obligando a volver dolorosamente a una situación menos ambiciosa, pero más acorde con la realidad. En esencia, la burbuja inmobiliaria ha consistido en la edificación de millones de viviendas, adquiridas por millones de españoles con cientos de millones que no tenían, y que bancos y cajas les prestaban alegremente. Convencidos todos de que la prosperidad estaba garantizada por los siglos de los siglos, los ciudadanos –con el aliento de unas entidades bancarias complacientes- pidieron dinero para pisos más grandes, con terrazas más amplias, con muebles más caros, electrodomésticos más sofisticados, y cortinas más lujosas. Todo al fiado, como sus abuelas compraban los garbanzos en el colmado de la esquina. En paralelo, el Estado ha ido creando su propia burbuja, ha edificado un enorme entramado institucional, con administraciones duplicadas; lujosos edificios para sedes de gobiernos autónomos y parlamentos regionales; cientos de empresas públicas –porque hace falta mucha gente para ganar elecciones, y hay que agradecerles el esfuerzo colocándolos bien-; unos sindicatos bien engrasados para garantizar su docilidad; universidades por doquier, aeropuertos en cada esquina; líneas de AVE para llenar el mapa; prestaciones sanitarias universales; ordenadores en las aulas; prejubilaciones para post-adolescentes; subvenciones a miles de ONG’s; polideportivos para septuagenarios; auditorios monumentales, carriles-bici para no desgastar las calzadas; festivales; conciertos; y hasta condonación de la deuda de otros países. Al igual que en el caso de la otra burbuja –la inmobiliaria- todo ello sin tener dinero para hacerlo. Recurriendo al préstamo de los inversores internacionales –antes generosos y complacientes-, como si la prosperidad estuviera garantizada por los siglos de los siglos. Ahora nos encontramos con que la primera burbuja ha estallado, el colmado está a punto de cerrar, y ya no encontramos quién nos fíe los garbanzos. Los bancos, antes complacientes, son ahora malvados buitres que se alimentan de nuestros despojos. Desesperados por la necesidad, volvemos la mirada hacia el Estado, última esperanza –aparte de la Providencia Divina-, implorando, exigiendo, gritando para que nos saque del pozo en el que nos hemos metido. Pero el Estado está a punto de ver como estalla su propia burbuja. Los inversores internacionales, antes complacientes, son ahora malignos especuladores que se han propuesto arruinarnos. Los gobiernos se debaten en el laberinto que ellos mismos han ido creando, incapaces de encontrar la salida. Necesitan a los votantes para existir, pero les resulta imposible darles todo lo que les habían ofrecido para conseguir sus votos. Ya no tienen nada que ofrecerles, sino sangre, sudor y lágrimas. Y el pueblo, desconcertado e incrédulo, asiste entre indignado y aterrado al desmoronamiento de una quimera de Estado Providencia; al estallido de la inmensa burbuja de un Estado que les ha engañado. Que les dijo que la democracia era la garantía de la libertad, de la justicia, de la prosperidad y de la seguridad. Que les hizo creer que con democracia todo sería maravilloso, que los derechos no tendrían límites, que alguien se encargaría de subsanar las consecuencias de sus errores, que podían despreocuparse de todo… excepto de votar cada cuatro años.

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