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martes, 27 de noviembre de 2012

La indiopendencia

Al hilo de la fiebre independentista he recuperado un artículo publicado en Heraldo de Aragón, allá en 1991. No sin cierta sorpresa, he comprobado que sigue siendo de plena actualidad, si acaso con unos ligeros retoques. Da pena constatar lo poco que hemos avanzado.

La indiopendencia

La indiopendencia consiste en el arte desarrollado últimamente por algunos políticos, consistente en hacer el indio ellos mismos, y simultáneamente fomentar la aparición de pendencias entre determinados ciudadanos.
Ha bastado que tres pequeños países a orillas del mar Baltico recuperen la independencia para que, para que en esta vieja nación se inicie la carrera para demostrar quién es el más independentista. Es una verdadera pena que a nuestros administradores y a sus correspondientes opositores no les entren las mismas ansias emulativas hacia las autopistas alemanas, la sanidad francesa, las prestaciones sociales suecas, o la competitividad japonesa.
Claro que para lograr estas últimas ventajas se requiere capacidad, organización y eficacia; mientras que para erigirse en adalides del independentismo basta con agitar un pedazo de tela con los correspondientes colores.
Mientras en la Europa democrática y desarrollada se trabaja en pro de la eliminación de fronteras, aquí se busca lo contrario en nombre del derecho a la autodeterminación de los pueblos.
Pero, ¿de qué pueblos hablan? Aquí se pueden enarbolar supuestos derechos a partir de los celtas, los íberos, los fenicios, los cartagineses, los romanos, los visigodos, los musulmanes, o los de Orejilla del Sordete.
Incluso sin necesidad de remontarnos tan lejos, tomemos por ejemplo a los vascos. ¿A qué vascos se refieren? ¿a los que allí residen? ¿a los que los vienen haciendo desde hace cinco años? ¿a los que hablan correctamente vascuence? ¿o a los que son capaces de levantar piedras de más de 75 kilos?
Indudablemente todos llevamos dentro un pequeño rey, y creemos que tenemos soluciones originales para terminar con los innumerables problemas que aquejan a nuestra sociedad. Cada uno de nosotros nos sabemos insignificantes ante el conjunto de millones de habitantes que pueblan Europa, pero, simultáneamente, somos conscientes de la importancia que cobramos en el seno de nuestra familia.
No es de extrañar, por lo tanto, que la idea de empequeñecer el mundo el mundo que nos rodea pueda parecer deseable para muchos.
Yo tengo un amigo de Ejea de los Caballeros, que está encantado con la idea. Sueña con tener un presidente de la República propio, dos cámaras legislativas, un Consejo de Estado y un Tribunal Constitucional. Un gobierno, embajadores en todo el mundo y su bandera ondeando ante la sede de Naciones Unidas en Nueva York. Imagina, además, disponer de moneda acuñada en la ciudad; un ejército (reducido pero muy profesional), universidad, aeropuerto internacional, y dos cadenas de televisión.
El único problema estriba en que desde que comenzó a acariciar estas ideas ha discutido ya tres veces con su esposa (nacida en Tauste) por no ponerse de acuerdo sobre la nacionalidad que debe corresponder a sus tres hijos, nacidos en la maternidad de Zaragoza.
Mi amigo opina que deberían ser ciudadanos con pasaporte de Ejea, ella opina que tendrán derecho a ostentar la doble nacionalidad; y el hijo mayor, para acabar de compliarlo, cree que la solución idónea pasa por la formación de la Federación de las Cinco Villas, la cual podría formar parte de la CEA (Comunidad Económica Aragonesa), e intergrarse en la OTEN (Organización del Tratado del Ebro Norte).
Lástima que nadie le explique a mi amigo, y a tantos que como él piensan, que estas absurdas veleidades que tanto agradan a nuestro ego, se traducen en un desorbitado coste económico que se obtiene de los impuestos de cada ciudadano.
Dinero que mejor podría ser empleado en la construcción de hospitales, escuelas, carreteras, y todo tipo de infraestructuras para propiciar el desarrollo y bienestar de todos lo que, hasta ahora, utilizamos el mismo formato de Documento Nacional de Identidad.


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